jueves, 5 de agosto de 2010

CUENTO

Máquina del tiempo, es un cuento que tiene relación con lo dicho en la entrada anterior, por eso lo pongo ahora en el blog. Lo escribí hace varios años, no sé si sea interesante en el aspecto literario pero tiene un valor afectivo en lo personal. Ya sacaré en las próximas entradas cuentos de autores más interesantes.


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MAQUINA DEL TIEMPO

( En memoria de F.Z.P)

Esa caja de madera sería ideal, dijo Rosa, abriéndose paso entre los cachivaches que su abuela había ido reuniendo en decenas de años. Ven acá, llamó a Julián, ayúdame que esto pesa, lo sacaremos afuera, allá hay espacio, será nuestra máquina del tiempo, nos servirá hasta que seamos mayores, nunca dejaremos de jugar, te juro y tú también tienes que prometerlo. A ver Julián, júramelo. Sí, bueno, espero que te acuerdes después, respondió. Sí, y tú también…
Rosa ve, algo borrosos, los montes salpicados por esporádicas manchas blancas; eran las pequeñas casitas surgiendo de alguno que otro punto, lejanas como su infancia. Ahora, la artritis no le deja caminar como ella quisiera. El año pasado todavía andaba bien, le cuesta un poco salir esa mañana a sembrar papas en la pequeña chacra; tiene que hacerlo, o en la próxima temporada de cosecha no habría nada para comer, esto es vivir la realidad presente, piensa. Una sensación que había creído esfumada en el pasado le llega de repente y sonríe por esa infantil ensoñación: no hay máquinas del tiempo que valgan, no existen, monologa en alta voz, aunque sí, reflexiona, las tenemos en la cabeza, hasta podemos mirar los detalles. Recuerdo por ejemplo, la ropa que estaba puesta ese día, cuando descubrí la máquina del tiempo con mi hermano. Era un vestidito de esos que me hacía la abuela, un vestidito de algodón a cuadros, café y rojo con botones dorados en el pecho. Tenía siete años, peinaba dos trenzas y las piernas largas me hacían más alta que las niñas de mi edad; daba zancadas para atravesar los cajones y tablas arrumadas entre el polvo y las telas de araña.
Mi hermano de cinco años, de ojos grandes y perplejos, me seguía a todas partes. Nos gustaba tanto introducirnos en esos recovecos, siempre imaginaba que habría un pasadizo secreto para escapar juntos. Y escapamos muchas veces, creo que él no volvió, ahora está en un sanatorio; se quedó en ese corredor sin final con sus grandes ojos desolados.
Y yo, ahora empeñada en sembrar patatas; la lluvia amenaza y debo apurarme, pongo en cada surco la semilla y la entierro con el pie, lo aprendí de uno de los niños de los alrededores. Los dos vecinos hacen lo mismo en la otra sementera, me señalan las nubes negras que se acercan rápidamente, es tal su densidad y la obscuridad que traen, eso me hace temer que se trate de las nubes de ceniza del volcán en erupción no muy lejano. Pero no, es lluvia, es la tempestad que se desatará en pocos minutos. Debo correr a mi choza: cuatro paredes rectangulares de adobe que me protegen, hay una especie de cobertizo afuera y una hamaca pende de los postes de madera. Cuando llueve oigo su repiquetear sobre el zinc del techo, es como oír las notas complicadas de un instrumento musical. Muchas veces escucho ese interminable concierto al acostarme por las noches, y lo sigo escuchando hasta quedar dormida.
En la mañana voy a recoger agua del estanque cercano y converso con los vecinos. Me ocupo también haciendo actividades creativas con los niños del sector que a veces vienen de lejos; a cambio, los padres me traen generosamente verduras de su chacra, alguna vez una gallinita ponedora o el pan recién horneado. Yo también tengo un pequeño horno de pan y me gusta hacerlo; el pan de maíz o de trigo lo comparto con los niños, qué bueno sale, le pongo huevos y un poco de mantequilla.
El tiempo que estoy con los chicos transcurre alegre en la mañana, dos o tres horas: lo suficiente para enseñarles a leer, para que dibujen y hagan figuras y casitas con ramas y piedras que encuentran a su alrededor, después nos ponemos a escuchar el sonido del viento agitando las hojas y ramas de los árboles, el trinar de las aves, el sonido de nuestra voz y a veces también la música del viejo tocadiscos; ellos dramatizan sus cuentos o los míos. A veces cocinamos algo y comen felices sobre la hierba; otras, me ayudan a plantar y les ponen nombres a las plantas que cada uno siembra y todos los días se aseguran de su crecimiento.
Hoy los niños han venido temprano al taller, nos ponemos a trabajar como de costumbre y se me ocurre que los cartones y periódicos que han traído servirían para fabricar una máquina del tiempo como en la remota infancia. No recuerdo la forma exacta que le habíamos dado con mi hermano, pero sí la sensación acelerada de la emoción al vernos dentro de la máquina, y el viaje sin fin que se suponía realizaríamos al introducirnos en ella con mucha dificultad, y quedar todo apretujados esperando que algo sucediera, y sucedía en nuestras cabezas, lo íbamos interpretando mientras hablábamos quedamente y hacíamos ruidos con la boca.
De modo que el entusiasmo colectivo de los niños al mencionarles la máquina del tiempo es inmediato, y pasan a la acción sin esperar más palabras, parece que saben lo que hacen y yo colaboro con ellos, espero las pautas que me van dando y pongo atención a la forma concreta que irá tomando hasta darle la consistencia de una máquina del tiempo, claro.
Después de mucho ir y venir de cartones, papeles y goma, nuestra máquina, hecha para que entraran todos los niños en ella, adquiere una forma: un poliedro irregular y extraño que además lo pintan con colores vivos en contraste con otros oscuros, igual que un caleidoscopio. La alegría de los niños y su interés van en aumento, así como su deseo de introducirse en el aparato que parece hecho para que todo el grupo calzara como en un zapato. Uno a uno se van introduciendo y finalmente cierran la tapa y yo me quedo afuera, contemplando cómo el aparato se va hinchando y finalmente, con el zumbido de mil avispas, rueda unos dos metros por el terreno en ligera pendiente y al caer en una pequeña zanja se revienta como un huevo; de allí salen corriendo los niños y vienen sudorosos a contarme la experiencia, alguno que otro contuso se agarra la cabeza o el brazo que se ha golpeado en el volcamiento, pero no hay nada de qué preocuparse. Están contentos y su imaginación da paso a las más fantásticas historias; no se van a olvidar de esto, pienso, y vuelvo a mi faena del mediodía. Después, los niños se alejan riendo y parloteando hasta perderse por el caminito de tierra.
La noche es clara y llena de estrellas, me quedo sentada en el cobertizo, contemplando el resplandor del cielo nocturno, tan despejado que puedo distinguir las constelaciones. De pronto surge un lucero que va creciendo y desplazándose hasta quedar sobre mi cabeza, enfocándome con su luz. Caramba, digo con algo de temor, pero también siento una gran curiosidad. Recuerdo, en ese instante, la película que había visto algunas vez hace mucho tiempo: “Matadero 5”, basada en la novela de ese escritor, ¿cómo es?..., un loco simpático medio alucinado ese Vonnegut. Recuerdo también cuando el ovni se llevaba al personaje junto a su perro, y ahora esto, qué es aquello, ¿viene a llevarme?, ¿es la máquina del tiempo que funciona tardíamente?, me pregunto azorada. Quisiera correr a la casa, pero me quedo quieta. Ya antes me parecía haber visto cosas parecidas, aunque de lejos, pero esta vez está sobre mí. La luz es cada vez más amplia y de pronto entro en estado de somnolencia, hubo más sensaciones, imágenes que no recuerdo.
Despierto al otro día en mi cama, la mañana es fresca, voy a recoger un poco de agua para hervirla y hacer una mazamorra con avena y panela, falta ponerle un poco de leche, no está tan mal, digo mirando el horizonte soleado del campo. Espero ver aparecer a los niños por el estrecho caminito de tierra. No siento nostalgia, no hay recuerdos tristes ni de exagerada alegría, me siento bien, el presente es la mejor condición, pienso, mientras mastico un pedazo de pan.

Yvonne Zúñiga

2 comentarios:

  1. "no hay máquinas del tiempo que valgan"
    me encantó

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  2. Querida Yvonne, qué bueno tenerte de vuelta en casa con tus comentarios certeros y oportunos.
    Estas experiencias, como las vividas en Venezuela sin duda alimentan y ensanchan el espíritu.
    En horabuena

    David

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