Fotografía de la portada: Ailín Blasco
En esta entrada
va el cuento,
La guerra imaginaria,
que forma parte del libro
Los seres
invisibles y otros imaginarios. Esta narración está basada en la guerra de
los cuatro días,
un
hecho real que
aconteció en Quito en 1931, nuestros padres la recordaban como
una de las páginas trágicas de la historia ecuatoriana. El origen de
esta
matanza fue el desconocimiento del congreso al presidente nombrado en
elecciones populares, con el pretexto de que no era ecuatoriano, porque
nació en el Perú cuando su padre había sido parte de la representación
diplomática del Ecuador en dicho
país y estaba legalmente inscrito como ecuatoriano. Pero las ambiciones
por el
poder pueden manipular las constituciones como les viene en gana, y no
dudan en
arrastrar a los pueblos a guerras fratricidas.
Las grandes
revoluciones enarbolaron ideales trascendentes: de libertad para independizarse del
colonialismo, de justicia y democracia para luchar contra los sistemas de servidumbre y también para derrocar
dictaduras sangrientas; pero que los poderes gobernantes se manchen de sangre
para defender sus privilegios yendo contra las normas democráticas es nefasto y merece el rechazo universal. Esta
guerra fue una vergüenza histórica para el país y para quienes la provocaron,
recordarla es tomar conciencia para que estos hechos nunca más vuelvan a
repetirse.
LA GUERRA IMAGINARIA
Del libro: Los seres invisibles y otros
imaginarios
El reloj de pared señalaba las cinco de la
tarde, dejé todo, salí presuroso hacia la calle con libro y cuaderno bajo el
brazo; atravesé el pasaje silbando quedamente rumbo al café Royal.
Al llegar había en el salón contados
comensales dispersos en las mesas, elegí una y me senté echando un vistazo
rápido para ubicar al camarero. Se acercó de inmediato un mulato alto, delgado y sonriente; parecía un
personaje sacado de alguno de los cuentos de misterio que me gustaba leer.
Estuve sumergido en la lectura no sé cuánto tiempo, había pasado de la hora en
la que regularmente dejaba el café para retirarme a casa. El hombre había
estado observándome, esperaba seguramente que sacara la cabeza del libro. Al
hacerle señas para que me trajera la cuenta se acercó y le pregunté la hora, me
dijo que cerraban dos horas más tarde y que podía quedarme si quería.
–De improviso le pregunté si le gustaba
su trabajo. Debió haberle extrañado esa pregunta, pero volvió a sonreír en
forma condescendiente.
-La
verdad es que sí, -me contestó
–conozco a mucha gente agradable.
-Le
felicito, algunos no tenemos esa suerte y nos toca llevar una doble vida, soy
aspirante a escritor. Los libros son mi salvación.
Concurrí varias veces hasta que un día con
poca gente, le invité a sentarse a mi mesa y nos pusimos a conversar, de ese
diálogo salió esta curiosa historia que voy a contarles. Tenía al hombre dispuesto a narrarme un
episodio de su vida adherido al pasado de la vieja ciudad.
“Yo
me di de alta, tenía 18 años, esto resultó el sábado en la calle Bolívar, ahí
le volaron la lengua al capitán Balseca, porque todo el comando salió corriendo
y el único que quiso hacerse el macho con la tropa fue Balseca, pero vino un
tiro de algún lado y le entró por la mejilla, volándole la media lengua. Después,
el gobierno le mandó a París para que se la arreglen. Esto sucedió un sábado
más o menos a las 9 de la mañana. Yo era medio curuchupa y madrugaba a Sto.
Domingo, al rosario de la aurora; como era muchacho, no iba por la devoción
sino por las enamoradas. En fin, pasé el
domingo algo triste. ¡Run, run, run! Ya
se oía que la artillería Bolívar estaba invadiendo el Panecillo, y en el
Itchimbía estaban los del batallón Constitución. Yo me encontraba parado en la
esquina de la García
Moreno y Manabí, andaba enojado de la enamorada, ele, con
ganas de llorar. Era lunes, por ahí asomó un compañero mío: Arturito, le digo, “vamós”,
me sentía despechado, vestía un terno azul marino con clavel rojo, sombrero
plomo, zapatos de charol, de chulla; la hora era ya más o menos cuarto para las
once cuando se oyó el avión que entraba; era Renela, el único y primer aviador
que había en ese tiempo, y era el director de la aviación, Cosme Renela. Entonces le digo a mi compañero:”Vamos para la Plaza grande, y él me dice: No, está peligroso. Vamós, le digo,
no seas flojo, ¡Vamos!”
Llegando a la esquina del palacio en la Concepción, empezaron las ametralladoras y las balas,
entonces le cojo de la mano al muchacho y le digo “vamos por acá” y nos metimos
por el Pasaje Royal, entonces salimos a la otra esquina y le digo “Vamos al
Constitución”, que estaba en Sto. Domingo donde era la imprenta. En el Camal
estaba la artillería Calderón, la
Bolívar estaba en el sanatorio y la Sucre en la Montúfar.
Nos cruzamos la Guayaquil mientras
venían las balas; nosotros, ágiles saltábamos como sobre buscapiés, le jalé por
el portal del colegio Los Corazones, ahí nos bajamos y nos encontramos con el
batallón Constitución. El otro me dice, “y para qué me traes aquí”. Yo como
estaba despechado por el enojo con la enamorada quería darme de alta. Pero no
teníamos uniformes y nunca había manejado un fusil, no sabía cómo hacerlo, el
Arturo tampoco. Nos cogen y nos preguntan. “¿Han sido militares, alguna vez?
No, nunca”, contestamos. Entonces dicen: “bueno, cojan estas cajas de cartón”.
Eran las alimentadoras de la ZB,
y nos dieron un capote, nada más.
Y así era como seguimos y seguimos donde iba
este sargento primero, un pequeñito nomás, porque sólo clases pelearon. El batallón Constitución avanzó hasta el
sanatorio, queriendo penetrar a la Bolívar.
El sanatorio, antiguo hospital militar detrás del Mejía.
Tenía un puentecito de tierra para pasar al cuartel. Ahí, un muchacho que era
uno de los buenos futbolistas de ese tiempo, Salas, se había dado de alta, él
fue quien le horquilló al tren, matando al maquinista desde el otro lado del
Panecillo que dominaba la estación del tren. Entonces con el Arturo vamos,
atrás, atrás de la ZB
y llegamos a la Loja
para avanzar, porque el Yaguachi era contrario a los nuestros que estábamos en
defensa de la
Constitución, es decir a favor de Bonifaz. La artillería
Bolívar, el batallón Constitución, la policía y el pueblo, estaban a favor de la Constitución, en
contra de la dictadura. Pero como en nuestro país siempre han existido y
existen las argollas de los políticos, en ese tiempo, en el alto comando estuvo
el Gral. Chiriboga, que era el jefe de zona, y él con los altos jefes se fueron
a Tambillo. En una hacienda habían estado bebe y bebe la champaña, mientras la
gente se mataba, así traicionaron al pueblo.
El congreso había descalificado a Bonifaz
diciendo que era peruano, pero no lo era, porque fue hijo de ecuatorianos e
inscrito en la embajada del Ecuador, nació en Lima pero bajo la bandera y el
escudo del Ecuador, porque el padre fue ministro del Ecuador en Lima.
Cuando ya nos hicieron retroceder por la Loja, el cuarto día se avanzó
con traición, el ejército entró por la cuesta de la
Ronda. Yo me metí en una casa porque era
amigo del dueño, la tropa contraria avanzaba por La Ronda con bayoneta
calada. A la gente pobre que asomaba
le hundían la bayoneta y se oía desde adentro los gritos y ayes de la gente.
Así mataban, como animales. Entonces, como mi amigo Arturo desapareció, me
metieron en una fábrica de muebles; las hermanas de otro amigo que me ayudó
dijeron que estaban buscando a los hombres, así que con una escalera nos
metimos en el tumbado y nos taparon porque sacaban a patadas a los hombres.
Fue una matanza terrible, allí murió
Cristóbal Ojeda Dávila. En toda la esquina de la Merced había una
contaduría, en ese tiempo las
contadurías cogían ropa de prenda; era la contaduría de un señor Vizuete. Esta
casa tenía unas gradas de cemento, de allí había salido Cristóbal Ojeda bien
mamado; levantando un pañuelo bajaba las gradas, allí lo mataron, ese día se
festejaba el día de las Rosas.
Al terminar el relato, que debía estar
intacto en su memoria, porque lo narró con pelos y señales, bajó los ojos y
movió la cabeza, -así nomás fue, -dijo como lamentándose. Me pareció contemplar
un fantasma.
-Usted es un
sobreviviente entonces, -agregué en voz baja- y todo por la enamorada. Y su
amigo Arturo, ¿qué fue de él? -Insistí algo desalentado- No sé, me contestó, no
lo volví a ver desde entonces, pobre, -terminó diciendo-. Y… ¿siente algo de
culpa por él? Inquirí. -Antes sí, a veces tenía pesadillas, pero ya ha pasado
mucho tiempo, -me dijo sonriendo como queriendo terminar el diálogo. Tomé
algunos apuntes y le agradecí por la historia que acababa de contarme.
Aturdido
todavía, me coloqué el sombrero y salí de allí a caminar un buen rato por la
plaza.
. . . . . . . . .