viernes, 4 de diciembre de 2009

Este cuento tomado del libro El aldabon del sueño (eskeletra 2004), aborda el tema de la ciudad, particularmente de una ciudad como Quito, tan tortuosa y compleja como su topografía, y con esa cara oscura que tienen las ciudades, aquellas con una historia secreta que se remonta a miles de años antes de ser reconocidas y fundadas por la historia oficial.
Ahora que estamos en las fiestas de la supuesta fundación por los españoles, quienes conquistaron nuestros pueblos a sangre y fuego y a golpes de pecho y azote de rosarios, Quito presenta una más de sus máscaras, violenta y a la vez aspirante a suscitar y redescubrir hechos artísticos y culturales, una ciudad mestiza cuya radiografía revela conflictos internos que no llegan a tocar fondo y no encuentran la raíz de una melancolía expresada en sus pasillos lastimeros y en el alcoholismo embrutecedor que busca con actos fallidos conjurar las maldiciones de los antiguos dioses. Será por eso que las fiestas de fundación de Quito son, cada año, ahogadas en alcohol y violencia?...



A LA HORA DE LA SIESTA

El bus repleto de pasajeros se detenía en cada cuadra, avanzó por lo tanto, muy lentamente en medio del pesado tráfico de esas horas del día. Con todas las ventanillas cerradas, el tufo era insoportable y uno terminaba aturdido, buscando alguna manera de distraerse. Me puse entonces a escuchar la voz de una mujer que hablaba con alguien en el asiento de atrás. Tan sólo dos veces en ese trayecto hacia mi trabajo había escuchado el timbre masculino, ella hablaba todo el tiempo: en diez minutos le contó su vida, le habló de la política del país, de la situación de las mujeres con respecto a la de los hombres, de la gente de la Sierra con respecto a la de la Costa, en fin, era intermina­ble. Cuando me preparaba a bajar en la parada, el hombre pidió su número telefónico y ella se lo dio dispuesta a prestarle ayuda en caso de necesidad.
Me quedé pensando en sus últimas palabras. Apenas podría describirlos, antes de echarles un vistazo había tratado de llenar un rostro alrededor de cada voz, después encontré que no estaba lejos de la realidad cuanto mi mente había imaginado sin mirarlos. La mujer llevaba lentes, de pelo oscuro, tendría alrededor de sesenta años. El hombre, unos treinta y siete, de rostro agradable, llevaba una gorra y un saco grueso de lana.
El diálogo había empezado así:
- Usted ¿de dónde es?
- De Manabí.
- Llegó recién?
- Sí.
Y siguió el monólogo de ella:- Es una provincia que tiene de todo. Lo malo es que la gente no se dedica a trabajar. ¿Usted es casado? Yo, no soy casada-. Contestó ella misma, sin esperar respuesta. El debió haber hecho algún movimiento vago con la cabeza, porque no escuché una sola palabra- Somos siete hermanos, cuatro casados y tres solteras. Yo no me casé, porque no me convencía el matrimonio. Las pobres mujeres tienen que aguantar todo al marido. Vi a mi mamacita trabajar tanto para servirle a mi papá, él era terrible, nosotros le teníamos mucho miedo.
Una vez en la calle, pensé que el diálogo, más bien monólogo, que había escuchado concluiría cuando uno de los dos descendiere del vehículo. Tal vez no volverían a verse, pero él había pedido su número de teléfono, así que posiblemente esa relación continuaría. Algo me decía que mientras la mujer hablaba, resbalando en ese monólogo interminable, él cazaba palabras o frases que le parecían interesantes, urdiendo con ellas un plan que a la larga podría salvarlo o al menos sacarle de apuros. Provinciano recién llegado a la capital, pensó en esa mujer vieja como en una tabla de salvación. Fue fácil que ella le diera el número telefónico y hasta la dirección. En su soledad, vaya a saber los castillos en el aire que se construía mientras ella narraba su vida y le hacía confidencias a viva voz. Sonreí y luego casi olvidé las palabras que había escuchado, los rostros que apenas miré unos segundos, se desvanecieron al cruzar la calle.
Una semana después cuando salía para tomar el bus hacia el trabajo, sentí alguna pesadez en el ánimo, la rutina diaria interrumpida los fines de semana para estar un poco con la familia, leyendo algún libro o saliendo a ver una película, hacía que el inicio de la semana fuese particularmente desagradable.
Generalmente los lunes llegaba atrasada a la oficina y me sentaba a la máquina, odiando a toda la gente que compartía conmigo esas horas de tedio, despreciando sobre todo al hombrecillo que fungía de jefe, en un principio éste había tratado de hacerme la vida imposible, pasando después a ser un mueble más de aquel escenario donde malgasté veinte años de mi vida. Qué es lo que uno puede hacer en esos casos sino buscar una manera de escapar: unos eligen la intriga burocrática, otros se dedican al comercio de baratijas, o a inventar romances entre fulano y zutana, todo esto para sacarle alguna utilidad al tiempo u obtener algún beneficio personal. Yo fui un poco más original, elegí una puerta secreta para escapar todas las tardes.
Me costó mucho trabajo obtener la llave de esa oficina de archivos, pero logré finalmente el privilegio de introducirme a esa habitación cada tarde, durante dos horas. Suponían todos que me pasaba sumergida como un ratón entre los miles de carpetas que llegaban al cielo raso, archivando documentos en aquella bodega. Pero mi costumbre era entrar allí con el diario bajo el brazo, disponer las carpetas en el suelo, adecuándolas en una especie de lecho y colocar las guías telefónicas a manera de almohada, me recostaba entonces, y leía el diario hasta quedarme dormida. La siesta duraba exactamente una hora y media, despertaba justo a la hora en la que todo el mundo se arreglaba para salir a casa.
Cada tarde cruzaba esa puerta con el diario bajo el brazo. Un día llevé, por obra de alguna misteriosa razón, uno de aquellos periódicos que tienen las fotos de los suicidas o de los asesinados en primera plana. Cuando ingresé en mi oficina particular, una vez acomodada en la improvisada cama, miré la enorme foto a todo color y reconocí con asombro el rostro del personaje que había visto tres días antes en el bus. Tenía puesto el mismo saco y gorra, sus rasgos eran iguales al del pobre hombre cuya voz escuché dos o tres veces entre el palabrerío de la mujer que estaba a su lado.
Ávidamente leí lo que seguía bajo el título: ASESINADO Y DESCUARTIZADO… Un hombre presumiblemente costeño, por la carta encontrada en su bolsillo, fue hallado sin vida y con los miembros inferiores amputados, en un basural de La Recoleta. Con repulsión y espanto arrojé lejos el inmundo periódico. No podía creerlo. Por qué maldita razón, ese día me había dado vuelta para mirarlos. Ahora tendría que reconstruir la historia, de otro modo no podría vivir en paz con ese rostro terriblemente silencioso rondándome el sueño. Desde esa tarde se terminaron mis pacíficas siestas, dedicando esas dos horas diarias a reconstruir el crimen.
Entraba diariamente a mi oficina, llevando diversos materiales: derecho penal, estudios sobre conducta delictiva, los números subsiguientes del diario que me robó la dulce monotonía de las tardes y hojas en blanco par graficar mi versión del suceso. Era tan apasionante mi trabajo, y tal debió ser mi actitud concentrada y diligente, que empecé a despertar sospechas en mis compañeros burócratas, seguramente olfatearon cierta actividad inusual en mí, propagándose la alarma en el gallinero. Sin embargo me sentía más allá del bien y del mal, me había ganado el derecho que se da a los enajenados y a los santos, a no ser molestados. Pronto se agotó la novedad y mi andar ligero por los pasillos, volvió a ser parte de la rutina, porque después de las sospechas vinieron las miradas burlonas, los cuchicheos y las risitas. Cuando vieron que no había razón para preocuparse, ni movimientos que pudiesen revelar la posibilidad de ascensos o de cambios en el orden del gallinero, volví felizmente a pasar desapercibida y dejaron por fin de mirarme.
Pasé a recrear la historia de este caso, partiendo del momento en que el hombre le pidió el número telefónico y ella se lo dio, insistiendo en ayudarlo si era necesario. Luego, él debió haber llegado hasta la parada frente al parque, seguramente para realizar un trámite en el Seguro Social, ella por su parte habrá seguido su rumbo con cierta esperanza brillándole en los ojos. Al cabo de una semana, el ahora occiso la habrá llamado por teléfono, seguramente le habló en esa ocasión para ir a visitarla a su casa en el barrio de El Tejar. La presunta homicida y su hermana lo habrán invitado a un cafecito. El provinciano habrá conversado entonces de su difícil situación y tal vez les pidió un préstamo. Ella seguramente accedió a darle el dinero, lo habrá mirado complacida y quizás en ese momento le propuso venir a su casa para el domingo siguiente a la hora del almuerzo, él habrá aceptado gustoso y sin duda pensó entonces que podría contar con la veterana para salir de apuros. Al dejar esa casa aquel día, debió sentirse feliz, quizás se fue silbando una tonada y luego de juntarse con algún amigo, habrán ido a festejar en una picantería, donde seguramente "se bajaron algunas cervezas" y la remataron yendo a un burdel para divertirse.
El domingo posiblemente pasó el día en casa de la mujer, esa vez habrá recordado un poco las visitas de fin de semana en su pueblo a la tía Meche, simpática y risueña como ella. La vieja habrá contado anécdotas de su familia, como lo hizo anteriormente, esta vez hasta es posible que le haya hablado de sus enamorados de juventud, de sus decepciones y quizás de sus deslices. Se habrá reído entonces con una risa seca y ronca, y él sin poder evitarlo habrá sentido escalofríos.
La bruja para entonces, tuvo probablemente todo dispuesto para el sacrificio de esa noche: la ceremonia ensayada, el altar con sus fetiches y el instrumental para el culto, además de la bebida, un menjurje preparado tal vez con hongos, cactus, algo de floripondio con ayahuasca y una pizca de raíz de mandrágora que pudieron haber atesorado como reliquia desde hace mucho tiempo.
Borracho, el hombre se habrá dejado conducir a la habitación para ser desnudado, y allí entre las dos harpías despojadas también de sus ropas, le habrán dado a beber la pócima y seguidamente efectuado una danza frenética para consumarla en el ritual de la fornicación. El hombre habrá lanzado un alarido al desplomarse sobre el estrado y allí, piernas y brazos extendidos, las dos hermanas, habrán ejecutado finalmente el espantoso acto de su desmembración.
Una vez despejada la incógnita del crimen y convencida de que ese desenlace encajaba perfectamente con los antecedentes, una sensación de alivio me vino luego de haber terminado la tarea, y para que mis elucubraciones tuvieran algún destino, envié la historia reconstruida en dibujos y gráficos que tuve la minucia de elaborar, para nutrir el sangriento periódico con esta suculenta historia.
A partir de ese momento, mi actitud con los demás compañeros dio un giro apreciable, me volví más comunicativa, dejé de encerrarme en la oficina de archivos e incluso me sumé en algún momento a la novelería de probarme los anillos y bagatelas que llevaban para vender. Sentí con alegría que empezaba a formar parte del rebaño, de sus mezquindades y veleidades, era tan medianamente humana como cualquier burócrata ordinario, y por primera vez desde hace mucho, me alegraba caminar entre la gente por la calle, a horas en que todo el mundo entraba y salía del trabajo.
Un día, dirigiéndome a la oficina trepé, como lo hacía a diario, a ese mamotreto que me servía de vehículo, asumiendo casi alegremente la misión que la vida me había encomendado, sintiéndome ligera y sin pedir nada más que esa especie de felicidad de poder aceptar las pequeñas cosas y de sentir simpatía por la gente que me rodeaba. Me acomodé en el asiento de adelante para escuchar el discurso del vendedor de medicamentos naturales, convencida de las bondades del producto. Después no escuché más nada, me quedé un instante en blanco, alejándome del mundo por unos segundos. De pronto, y como desde el fondo de un abismo me llegó la voz agrietada.
- ¿De dónde viene usted? Ah, de Loja, linda ciudad. Yo estuve alguna vez en Loja porque mi mamita era de allí.
Como si me hubiera despertado un terremoto miré la calle atestada de vehículos y la gente como una hilera de hormigas caminar por las veredas. No quise escuchar la continuación de ese monólogo tan conocido. Sin volver la cabeza descendí precipitadamente del bus y caminé desbocada, huyendo del infierno, que al cruzar el umbral de la pesadilla me vería obligada a desarchivar.

Por Yvonne Zúñiga (favor difundir el blog)