jueves, 16 de febrero de 2017

LOS SERES INVISIBLES Y OTROS IMAGINARIOS


 Fotografía de la portada: Ailín Blasco

En esta entrada va el cuento, La guerra imaginaria, que forma parte del libro Los seres invisibles y otros imaginarios. Esta narración está basada en la guerra de los cuatro días,  un hecho real que aconteció en Quito en 1931, nuestros padres la recordaban como una de las páginas trágicas de la historia ecuatoriana. El origen de esta matanza fue el desconocimiento del congreso al presidente nombrado en elecciones populares, con el pretexto de que no era ecuatoriano, porque nació en el Perú cuando su padre había sido parte de la representación diplomática del Ecuador en dicho país y estaba legalmente inscrito como ecuatoriano. Pero las ambiciones por el poder pueden manipular las constituciones como les viene en gana, y no dudan en arrastrar a los pueblos a guerras fratricidas.   
Las grandes revoluciones enarbolaron ideales trascendentes: de libertad para independizarse del colonialismo, de justicia y democracia para luchar contra los sistemas de servidumbre y también para derrocar dictaduras sangrientas; pero que los poderes gobernantes se manchen de sangre para defender sus privilegios yendo contra las normas democráticas  es nefasto y merece el rechazo universal. Esta guerra fue una vergüenza histórica para el país y para quienes la provocaron, recordarla es tomar conciencia para que estos hechos nunca más vuelvan a repetirse. 

LA GUERRA IMAGINARIA

Del libro: Los seres invisibles y otros imaginarios

     El reloj de pared señalaba las cinco de la tarde, dejé todo, salí presuroso hacia la calle con libro y cuaderno bajo el brazo; atravesé el pasaje silbando quedamente rumbo al café Royal.
    Al llegar había en el salón contados comensales dispersos en las mesas, elegí una y me senté echando un vistazo rápido para ubicar al camarero. Se acercó de inmediato un  mulato alto, delgado y sonriente; parecía un personaje sacado de alguno de los cuentos de misterio que me gustaba leer. Estuve sumergido en la lectura no sé cuánto tiempo, había pasado de la hora en la que regularmente dejaba el café para retirarme a casa. El hombre había estado observándome, esperaba seguramente que sacara la cabeza del libro. Al hacerle señas para que me trajera la cuenta se acercó y le pregunté la hora, me dijo que cerraban dos horas más tarde y que podía quedarme si quería.
      –De improviso le pregunté si le gustaba su trabajo. Debió haberle extrañado esa pregunta, pero volvió a sonreír en forma condescendiente. 
     -La verdad es que sí, -me contestó –conozco a mucha gente agradable.
     -Le felicito, algunos no tenemos esa suerte y nos toca llevar una doble vida, soy aspirante a escritor. Los libros son mi salvación.
     Concurrí varias veces hasta que un día con poca gente, le invité a sentarse a mi mesa y nos pusimos a conversar, de ese diálogo salió esta curiosa historia que voy a contarles.     Tenía al hombre dispuesto a narrarme un episodio de su vida adherido al pasado de la vieja ciudad.

 “Yo me di de alta, tenía 18 años, esto resultó el sábado en la calle Bolívar, ahí le volaron la lengua al capitán Balseca, porque todo el comando salió corriendo y el único que quiso hacerse el macho con la tropa fue Balseca, pero vino un tiro de algún lado y le entró por la mejilla, volándole la media lengua. Después, el gobierno le mandó a París para que se la arreglen. Esto sucedió un sábado más o menos a las 9 de la mañana. Yo era medio curuchupa y madrugaba a Sto. Domingo, al rosario de la aurora; como era muchacho, no iba por la devoción sino por las enamoradas.  En fin, pasé el domingo  algo triste. ¡Run, run, run! Ya se oía que la artillería Bolívar estaba invadiendo el Panecillo, y en el Itchimbía estaban los del batallón Constitución. Yo me encontraba parado en la esquina de la García Moreno y Manabí, andaba enojado de la enamorada, ele, con ganas de llorar. Era lunes, por ahí asomó  un compañero mío: Arturito, le digo, “vamós”, me sentía despechado, vestía un terno azul marino con clavel rojo, sombrero plomo, zapatos de charol, de chulla; la hora era ya más o menos cuarto para las once cuando se oyó el avión que entraba; era Renela, el único y primer aviador que había en ese tiempo, y era el director de la aviación, Cosme Renela.  Entonces le digo a mi compañero:”Vamos para la Plaza grande, y él  me dice: No, está peligroso. Vamós, le digo, no seas flojo, ¡Vamos!”
Llegando a la esquina del palacio en la Concepción,  empezaron las ametralladoras y las balas, entonces le cojo de la mano al muchacho y le digo “vamos por acá” y nos metimos por el Pasaje Royal, entonces salimos a la otra esquina y le digo “Vamos al Constitución”, que estaba en Sto. Domingo donde era la imprenta. En el Camal estaba la artillería Calderón, la Bolívar estaba en el sanatorio y la Sucre en la Montúfar.
Nos cruzamos la Guayaquil mientras venían las balas; nosotros, ágiles saltábamos como sobre buscapiés, le jalé por el portal del colegio Los Corazones, ahí nos bajamos y nos encontramos con el batallón Constitución. El otro me dice, “y para qué me traes aquí”. Yo como estaba despechado por el enojo con la enamorada quería darme de alta. Pero no teníamos uniformes y nunca había manejado un fusil, no sabía cómo hacerlo, el Arturo tampoco. Nos cogen y nos preguntan. “¿Han sido militares, alguna vez? No, nunca”, contestamos. Entonces dicen: “bueno, cojan estas cajas de cartón”. Eran las alimentadoras de la ZB, y nos dieron un capote, nada más.
Y así era como seguimos y seguimos donde iba este sargento primero, un pequeñito nomás, porque sólo clases pelearon.  El batallón Constitución avanzó hasta el sanatorio, queriendo penetrar a la Bolívar. El sanatorio, antiguo hospital militar detrás del Mejía. Tenía un puentecito de tierra para pasar al cuartel. Ahí, un muchacho que era uno de los buenos futbolistas de ese tiempo, Salas, se había dado de alta, él fue quien le horquilló al tren, matando al maquinista desde el otro lado del Panecillo que dominaba la estación del tren. Entonces con el Arturo vamos, atrás, atrás de la ZB y llegamos a la Loja para avanzar, porque el Yaguachi era contrario a los nuestros que estábamos en defensa de la Constitución, es decir a favor de Bonifaz. La artillería Bolívar, el batallón Constitución, la policía y el pueblo, estaban a favor de la Constitución, en contra de la dictadura. Pero como en nuestro país siempre han existido y existen las argollas de los políticos, en ese tiempo, en el alto comando estuvo el Gral. Chiriboga, que era el jefe de zona, y él con los altos jefes se fueron a Tambillo. En una hacienda habían estado bebe y bebe la champaña, mientras la gente se mataba, así traicionaron al pueblo.
El congreso había descalificado a Bonifaz diciendo que era peruano, pero no lo era, porque fue hijo de ecuatorianos e inscrito en la embajada del Ecuador, nació en Lima pero bajo la bandera y el escudo del Ecuador, porque el padre fue ministro del Ecuador en Lima.
Cuando ya nos hicieron retroceder por la Loja, el cuarto día se avanzó con traición, el ejército entró por la cuesta de la Ronda. Yo me metí en una casa porque era amigo del dueño, la tropa contraria avanzaba por La Ronda con bayoneta calada.    A la gente pobre que asomaba le hundían la bayoneta y se oía desde adentro los gritos y ayes de la gente. Así mataban, como animales. Entonces, como mi amigo Arturo desapareció, me metieron en una fábrica de muebles; las hermanas de otro amigo que me ayudó dijeron que estaban buscando a los hombres, así que con una escalera nos metimos en el tumbado y nos taparon porque sacaban a patadas a los hombres.
Fue una matanza terrible, allí murió Cristóbal Ojeda Dávila. En toda la esquina de la Merced había una contaduría,  en ese tiempo las contadurías cogían ropa de prenda; era la contaduría de un señor Vizuete. Esta casa tenía unas gradas de cemento, de allí había salido Cristóbal Ojeda bien mamado; levantando un pañuelo bajaba las gradas, allí lo mataron, ese día se festejaba el día de las Rosas.

     Al terminar el relato, que debía estar intacto en su memoria, porque lo narró con pelos y señales, bajó los ojos y movió la cabeza, -así nomás fue, -dijo como lamentándose. Me pareció contemplar un fantasma.
-Usted es un sobreviviente entonces, -agregué en voz baja- y todo por la enamorada. Y su amigo Arturo, ¿qué fue de él? -Insistí algo desalentado- No sé, me contestó, no lo volví a ver desde entonces, pobre, -terminó diciendo-. Y… ¿siente algo de culpa por él? Inquirí. -Antes sí, a veces tenía pesadillas, pero ya ha pasado mucho tiempo, -me dijo sonriendo como queriendo terminar el diálogo. Tomé algunos apuntes y le agradecí por la historia que acababa de contarme.
   Aturdido todavía, me coloqué el sombrero y salí de allí a caminar un buen rato por la plaza.
                                                  . . . . . . . . .