viernes, 10 de abril de 2009

Roberto Bolaño y el tema de las culturas

Lean este fragmento tomado de una de las cinco novelas reunidas en el libro 2666 de Roberto Bolaño. Es una narración dentro de otra narración, como en el fenómeno de los espejos y su infinito reflejo, concepción literaria inspirada en la narrativa de Borges. Creador genial y trabajador incansable, Roberto Bolaño ha concebido una obra única que, vista a vuelo de pájaro por quien no quiere internarse en esa jungla por lo terrible y amenazadora, parecería encarar una serie de collages; pero no, sus historias tienen un encadenamiento subterráneo, cientos de voces que hablan de cosas misteriosas que pueden ser a veces oscuras verdades, o simplemente miradas diáfanas de una realidad que vuelve ciegos a muchos. Las palabras y comentarios pueden a veces no decir gran cosa, mejor lean a continuación este texto, a mi entender, una forma de comunicar a manera de testimonio de otras voces, lo que significan las culturas nativas para la visión occidental, un hecho narrado con realismo y asombro, recreado al parecer de algún estudio antropológico o tomado quién sabe de dónde, porque da siempre la sensación de que Bolaño, al construir sus novelas, toma hechos de la realidad leída vivida o imaginada y los pulveriza para juntarlos nuevamente a su antojo, como cuando habla en casi toda una novela, en forma obsesiva, de los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez, donde realiza un recuento exhaustivo de esos crímenes que parecen no terminar nunca, tomados de no sé qué archivos de crónica roja, e intenta buscar al culpable o por lo menos encontrar una pista para explicar o explicarse?, esos sucesos, removiéndolos hasta la saciedad, hasta despertar la aversión del lector. En el caso de este capítulo, narra el hecho en forma pormenorizada, y con elevado tono sarcástico descubre ante nuestros ojos la prepotencia y la estupidez de los comportamientos racistas, engendros de la mentalidad etnocentrista que desprecia otras maneras de mirar la vida.

(Tomado de 2666, de Roberto Bolaño)
…El chiste, mitad verdad, mitad leyenda, transcurría en Borneo, en una región selvática y montañosa en donde se internaba un grupo de científicos franceses. Tras varios días de camino, los franceses llegaban a la fuente de un río y después de cruzar el río encontraban en la zona de mayor espesura del bosque a un grupo de indígenas que vivían prácticamente en la edad de piedra. Lo primero que pensaron los franceses, naturalmente, explicó uno de los antropólogos soviéticos, un tipo gordo y grande y de grandes mostachos meridionales, fue que los indígenas eran o podían ser caníbales, y por seguridad y para deshacer cualquier tipo de equívoco desde el principio, les preguntaron, utilizando para ello las diversas lenguas de los indígenas costeños y acompañando las preguntas con gestos bastante explícitos, si comían carne humana o no.
Los indígenas los entendieron y respondieron, con rotundidad, que no. Los franceses entonces se interesaron por lo que comían, pues a juicio de éstos una dieta carente de proteínas animales era un desastre. Preguntados al respecto, los indígenas respondieron que cazaban, en efecto, pero poco, pues en los bosques no había demasiados animales, pero que en cambio comían y cocinaban de múltiples formas, la pulpa de un árbol que tras ser examinado por los escépticos franceses resultó ser un excelente sucedáneo para paliar el déficit proteínico. El resto de su dieta lo constituía una amplia gama de frutas del bosque, raíces, tubérculos. Los indígenas no plantaban nada. Lo que el bosque quisiera darles ya se lo daría y lo que no quisiera darles les estaría vedado para siempre. Su simbiosis con el eco sistema en el que vivían era total. Cuando cortaban las cortezas de algunos árboles para utilizarlas de suelo de las cabañitas que construían, en realidad estaban contribuyendo a que los árboles no enfermaran. Su vida era similar a la de los basureros. Ellos eran los basureros del bosque. Su lenguaje, sin embargo, no era soez como el de los basureros de Moscú o de París, ni ellos eran grandes como aquellos ni exhibían una musculatura considerable ni tenían la mirada de éstos, una mirada de locatarios de la mierda, sino que eran bajitos y delicados y hablaban como a media voz, como pájaros, y procuraban no tocar a los extranjeros y su concepción del tiempo no tenía nada que ver con la concepción del tiempo de los franceses. Y debido a eso, probablemente, dijo el antropólogo soviético de grandes mostachos, se fraguó la catástrofe, debido a la concepción del tiempo, pues al cabo de cinco días de estar con ellos los antropólogos franceses pensaron que ya había confianza, que ya eran como compadres, como compis, buenos amigos, y decidieron meterse con el idioma y con las costumbres, y entonces descubrieron que los indígenas, cuando tocaban a alguien, no lo miraban a los ojos, fuese ese alguien un francés, o fuese uno de la misma tribu, por ejemplo, si un padre acariciaba a su hijo procuraba siempre mirar hacia otra parte, y si una niña se acurrucaba en el regazo de su madre, la madre miraba hacia los lados o hacia el cielo y la niña, si ya tenía juicio, miraba hacia el suelo, y los amigos que salían juntos a recoger tubérculos se miraban a la cara, es decir a los ojos, pero si tras una jornada afortunada se tocaban con las manos los hombros, ambos desviaban la mirada, y también notaron y apuntaron en sus libretas los antropólogos que cuando daban la mano se ponían de lado y si eran diestros pasaban la mano derecha por debajo de la axila del brazo izquierdo y la dejaban laxa o apretaban sólo un poco, y si eran zurdos, pues pasaban la mano izquierda por debajo de la axila del brazo derecho, y entonces uno de los antropólogos, contaba riéndose a mandíbula batiente el antropólogo soviético, decidió enseñarles cómo saludaban ellos, los que venían más allá de las zonas bajas, de más allá del mar, de más allá de donde se pone el sol, y mediante gestos o utilizando a otro de los antropólogos franceses como partenaire les indicó la manera de saludar que tenían en París, dos manos que se aprietan y que se mueven o se cimbran mientras los rostros se mantienen impertérritos o expresan afecto o sorpresa y los ojos se enfocan, francos, en los ojos del otro, al tiempo que los labios se abren y dicen bonjour, monsieur Courbet (aunque era evidente, pensó Reiter leyendo el cuaderno de Ansky, que allí no había, y si lo hubiera habido sería una casualidad perturbadora, ningún monsieur Courbet), pantomima que los indígenas miraban con buena voluntad, algunos con una sonrisa en los labios y otros como sumidos en un pozo de compasión, pacientes y a su manera bien educados y discretos, en todo caso, hasta que el antropólogo intentó probar el saludo con ellos.
Según el del mostacho esto sucedió en la pequeña aldea, si es que se puede llamar aldea a un conjunto de chozas camufladas al azar del bosque. El francés se acercó a un indígena e hizo como que le iba a dar la mano. El indígena, mansamente, apartó la mirada, y asomó su mano derecha por debajo de la axila de su brazo izquierdo. Pero entonces el francés lo sorprendió y tiró de su mano y por ende de su cuerpo y le dio un buen apretón y sacudió su brazo y fingió sorpresa y alegría y dijo:
_Bonjour, monsieur le indigène.
Y no le soltó la mano y trató de mirarlo a los ojos y le sonrió y le mostró la blancura de su sonrisa y no le soltó la mano sino que, incluso con la izquierda le palmeó el hombro, bonjour, monsieur le indigène, como si de verdad se sintiera muy feliz, hasta que el indígena lanzó un grito aterrador, y tras el grito pronunció una palabra incomprensible para los franceses y para el guía de los franceses, y tras esta palabra otro indígena se abalanzó sobre el antropólogo pedagogo que aún no soltaba la mano del primer indígena, y con una piedra le abrió el cráneo, y entonces el antropólogo soltó la mano.
Resultado:….
(Ya me cansé de transcribir, si quieren saber el resultado búsquenlo en la página 916 del libro 2666 de Bolaño. No es propaganda para comprar el libro, lo pueden buscar en una biblioteca o pedir prestado)