ESTACIÓN
-Nunca
se cansan. Acuéstense un rato y conversemos-
dice la madre. Las familias han llegado en caravanas de casas rodantes hasta el
albergue y se han estacionado en el patio a un costado del edificio de dos
pisos construido de caña guadúa y hojas de palma. Antes de ir a pasear cerca
del río, Anatolia y sus hijos, de once y trece años, suben a la habitación
luminosa, se hunden en las hamacas y empiezan a mecerse rítmicamente hasta
quedar dormidos: sueñan en praderas extensas, en bosques interminables y en
lagos transparentes, en animales y hombres cruzando los caminos e internándose
en la foresta. Sueñan en un vuelo placentero por campos y montañas, sobre la
inmensidad azul del mar y entre la levedad de las nubes blancas. Sienten la
quietud y la conciencia de ese estado, se ven viajar en una cápsula transparente
y tibia a través de la eternidad del cosmos.
En todo eso sueñan, sólo que esta vez, el
sueño se interrumpe cuando a mitad de su vuelo onírico sobre el planeta divisan
una montaña, una roca incandescente que cambia de color: del amarillo al
naranja y al rojo, cuando este último color aparece son atraídos por una fuerza
gravitacional que los hace precipitarse a tierra sin poder evitarlo, entonces
despiertan bañados en sudor y abrazan a la madre con un miedo inexplicable.
Anatolia mira a sus hijos; ella sabe que
ha llegado el momento de ayudarlos para que hicieran consciente aquella
realidad que estaría omnipresente en sus vidas, aunque su preocupación va más allá,
tal vez porque en el fondo tampoco acepta la idea de continuar con aquella
amenaza que echa sombra sobre la realidad armoniosa del presente en el que
conviven, donde cada ser humano conoce las nociones de felicidad y de libertad,
que en el pasado habían sido consideradas utópicas.
Anatolia lleva a sus hijos por un largo
sendero, la sensación que ellos tienen es la de aproximarse a un espacio
misterioso y sus pasos rápidos expresan ansiedad y temor al mismo tiempo. A los
lados del estrecho camino de tierra y hierba apisonada por los caminantes, hay
un inmenso terreno sembrado de maíz junto a otras plantas. Sobresalen las hojas
longilíneas y en el silencio se oye el rumor del viento que las mueve en
oleadas. Finalmente el sendero termina en un campo abierto. –Allá está la
laguna- dice Anatolia. Ictasí y Sariam
la siguen con ansiedad y en silencio, -¿Dónde?-, preguntan. Caminan todavía un
buen trecho y finalmente llegan a la laguna. Está rodeada de un montículo de
tierra, desde donde algunos pájaros alzan el vuelo cuando ellos se asoman a la
orilla.
La pequeña laguna, lugar de descanso y
para calmar la sed de cuantos pasan por
ahí tiene un diámetro no mayor de veinte metros. La superficie
ligeramente agitada y de un tono verde oscuro alberga algunas plantas acuáticas,
y unas pocas aves picotean en sus orillas.
Cuando Anatolia y sus hijos suben al
montículo, tienen al alcance de sus ojos toda la superficie del pequeño lago, ahora
refulgente a causa del sol del medio día. Anatolia camina hacia un gran árbol
que está a unos metros de allí. Sus hijos esperan en el montículo y cuando ella
se acerca, lleva en su mano una fruta de aquel árbol, la abre y saca una gran
semilla, mostrándola a los niños.
-Vamos
a esperar que pase el medio día, coman un pedazo de esta fruta, por acá le
llaman el árbol del pan, es un almuerzo completo, esperemos a que el sol baje.
Cuando los rayos del sol caen oblicuos
sobre el paraje, Anatolia se pone de pie y sus hijos la imitan, arroja la
semilla hacia el centro de la laguna y espera. Hay un rumor que brota de la
laguna y una boca oscura se abre al caer la semilla, los niños se juntan con
algo de temor. Ella le habla en alta voz desde donde está, pidiendo al agua
les cuente la historia de la civilización que habitó esas tierras en el pasado.
La fuente de agua responde con un sonido
profundo y la boca se vuelve a cerrar. La superficie se pone lisa como un
espejo. La historia de aquella civilización empieza a aparecer en imágenes como
en una pantalla de cine, mientras la voz diáfana del agua narra la historia…
-Era
un mundo de seres humanos que buscó su propia aniquilación.Tenían una
concepción feroz de la existencia, eran pueblos arraigados a territorios y que
individualmente o en grupos familiares acaparaban la tierra que hacían producir
sin descanso, envenenándola con substancias hasta dejarla convertida en un
erial. Dueños de minas, tierras agrícolas, fábricas y grandes empresas e
instituciones usureras, intercambiaban riquezas con grupos igualmente
privilegiados de otros territorios del mundo. El resto de seres humanos que
eran la mayoría, estaban sometidos a ese sistema de vida, la mayoría
paupérrimos, sufrían hambre, enfermedades y las consecuencias de guerras
devastadoras.
-¿Y no pudieron rebelarse? – dice Ictasi,
mirando perpleja las imágenes sobre el agua - En nuestro mundo incluyendo los
niños, todos tomamos parte en las decisiones. ¿Qué les sucedía a esos
infelices?
-Para mantener esa forma ominosa de
dominar a los pueblos- continuó la fuente-, los grupos que controlaban aquel
mundo construyeron armas cada vez más sofisticadas; llegó a tal nivel su
codicia y perversidad que no dudaban en crear situaciones de conflicto,
manipulando la mente colectiva para que explotara una guerra en cualquier punto
del planeta. El comercio de armas se había difundido tanto, que empezaron a
educar a la gente para inducirlos a la violencia por todos los medios posibles.
La tecnología que habían creado se puso al servicio del crimen y de la agresión
entre los individuos y entre los pueblos.
Inventaron armas con un refinamiento
demencial y proyectos para usarlas contra otras naciones para saquearlas y
manejar el mundo a su antojo. Pero llegó un momento en que todos esos actos
perversos, la inconsciencia y la avidez que empujaba cada vez más al crimen
colectivo y a la destrucción de la naturaleza, se volvió como toda acción
perversa, contra toda esa humanidad embrutecida y sin conciencia. Habían unos
pocos líderes que fueron capaces de ver la hecatombe que se venía, gritaron y
pidieron detenerse pero las multitudes hambrientas, enfermas y debilitadas por
los vicios no pudieron contra los hacedores de ese destino infernal al que iban
a precipitarse en poco tiempo.
Las imágenes se sucedían vertiginosamente
sobre la superficie del agua, siluetas de hombres luchando en forma caótica,
ciudades devastadas e incendiadas y la naturaleza revolviéndose de furia y
engullendo multitudes.
-Llegó
el día en que hubo una guerra espantosa donde utilizaron el armamento más letal
que habían construido -continuó
narrando-, envolviendo al mundo en
una explosión pavorosa que cubrió la tierra de oscuridad. Fue una noche que
duró más de cien años, quienes habían venido preparándose para esta catástrofe
con la ayuda de los protectores del cosmos, lograron sobrevivir en pasajes
subterráneos hasta que la atmósfera radiactiva se hubo disipado. Varias
generaciones crecieron y terminaron su vida sin conocer lo que era el calor del
sol ni su luz bienhechora, esos padecimientos y la adaptación de la vida bajo
la tierra junto al fuego interno y a los ríos subterráneos, dio una nueva
fortaleza y una nueva conciencia a los seres humanos que sobrevivieron.
Las imágenes eran nítidas, se veía
oscuridad y pasillos subterráneos laberínticos en cuyas paredes se incrustaban
unas cuevas iluminadas por antorchas. Los habitantes de esas cavernas acudían a
los ríos del subsuelo para sacar su alimento o cazaban murciélagos y otros quirópteros
y ratas que se convirtieron en el animal que siempre acompañó al humano
en esos avatares. Había unos árboles grandes y blancos, visibles en la
oscuridad, que crecían y daban un fruto especial cuya semilla caía y se
reproducía con rapidez, ese árbol blanco fue su salvación, todos lo protegían y
sembraban su semilla por doquier, el árbol alimentó a todos durante ese período
subterráneo de la humanidad. Cuando se acercaban a los abismos, el paisaje se
iluminaba y el aire quemaba, al fondo de ellos corría lava incandescente y en
las dos primeras décadas, para evitar las riñas y crímenes se impusieron leyes
bárbaras y a los malhechores se los arrojaba a los ríos hirvientes, aunque
después eso cambió y los ríos infernales sirvieron para arrojar los cadáveres
de la gente y de los animales que morían, después de realizar un ritual de
despedida.
Al cabo de más de un siglo, sigue contando
la fuente, mientras las imágenes proyectaban los primeros rayos solares,
abriéndose paso y calentando al planeta, el agua comenzó a recuperar la vida
así como la vegetación y las aves. Los animales iban saliendo de sus mazmorras
para recuperar su antigua apariencia, sus colores y sus alegres murmullos. Cuando el humano se dio cuenta del
renacimiento de la luz solar, observando a los animales sus compañeros, se acercaron poco a poco a los puntos
luminosos que en un principio los cegaban porque sus ojos se habían acostumbrado
a la oscuridad, el pelo y la piel habían perdido el color y tenían apariencia
albina por la carencia de melanina. Paulatinamente
iban saliendo a la superficie, decía el agua, primero a los puntos de luz,
luego fueron adaptándose a la claridad de los espacios luminosos; realizaban
ceremonias y rituales diarios en esos lugares que estaban iluminados por la
claridad del sol, al amanecer y en el crepúsculo. Más tarde lograron exponer
cada vez más sus cuerpos a los rayos solares, y su apariencia fue cambiando
lentamente.
Se alegrarán de vivir en este tiempo, dice
el agua, cambiando de tono. Han logrado organizarse de la única forma que
podrán sobrevivir y permitir la vida en este planeta.
-Pero, y la montaña que vimos en sueños, qué
tiene que ver con eso- insiste Sariam.
Sobre las montañas que vieron
en sueños, continuó hablando el lago, en nuestro planeta existen diez colinas
de cemento que cubren esas armas letales
de las que hablé hace unos instantes. Son capas y capas de cemento que han sido
vertidas por los seres humanos desde el aire sobre ese basurero nuclear: armas
químicas y bacteriológicas, todo un arsenal mortífero reposa bajo esas moles
que han ido creciendo a través de los siglos y cambian de color para alertar
del peligro.
-En
este momento, ¿de qué color está la piedra? -Pregunta
uno de los adolescentes, con tono algo temeroso.
Y al decir esto bajan dos esferas
luminosas y los transportan hacia las rocas mencionadas, mientras se escucha
todavía la voz del agua diciendo: -lo
extraño de eso es que cada vez que los humanos empiezan a apartarse del camino
y muestran síntomas de querer desarrollar su inclinación destructiva, el color
de las piedras cambia, eso nos permite saber qué caminos estamos tomando, es
como un termómetro para medir las desviaciones humanas.
En unos segundos sobrevuelan y quedan
quietos sobre los picos rocosos de color amarillo, el agua les había dicho que
era el color del equilibrio. Sus ojos observan con atención, hay como una
aureola caliente alrededor de la cima puntiaguda de la roca. Sienten un peso en
el corazón y la respiración se vuelve agitada, sus ojos ensayan penetrar la
coraza de cemento para adivinar la expresión de la crueldad humana que
encierran esas piedras, duras como el entendimiento y el corazón de las antiguas
generaciones de su especie, que antaño poblaron y destruyeron el planeta.
Ictasí y Sariam vuelven en esas suaves
naves circulares y sienten iluminarse su pecho. Al llegar donde su madre se
abrazan y la escuchan en silencio.
-Nos ha tocado aprender esa lección
desde la infancia para conocernos mejor; el ser humano tiene una capacidad
ilimitada para el amor pero también lo tiene para desarrollar la codicia y
llegado el momento es el animal más cruel de la fauna terrestre.
-¿Todos
tenemos el monstruo adentro entonces? -Interroga
uno de los niños.
El otro lee su pensamiento y se ríe. -Averígualo.
Al dia siguiente van al bosque y
encuentran en la explanada junto al riachuelo, una manada de leones que junto a
sus crías toman sol y levantan la cabeza al verlos acercarse. – Buenos días
maestro-, le dicen al león de la gran
melena, el más viejo del grupo.
-Venimos por la lección que había quedado
pendiente el otro día. -Se recostaron a su lado y posaron la
cabeza sobre su amplio pecho, el león los lamió tiernamente y acomodó
nuevamente su gran cabeza sobre la yerba.
-Nuestro
mundo, como ya lo saben, se ha dividido en diez grandes áreas, -dice el león dando un gran bostezo- en cada una de ellas las poblaciones
nómadas transitan en determinados territorios; trabajan y cultivan el suelo
durante un período de tres años, al cabo de los cuales lo dejan descansar una
temporada similar o más, si es necesario, antes de que otros lo ocupen. Después
salen a un área diferente para realizar el trabajo de siembra y cosecha y para
vivir en ese territorio durante otros tres años siempre moviéndose y parando en
las estaciones de paso. Como ustedes saben, no existe la propiedad privada ni
el desarrollo de las ciudades como se había conocido en los siglos anteriores.
Las pocas ruinas que existen de las antiguas ciudades desde la gran hecatombe
se han reducido a museos y son el testimonio de los grandes errores de la
civilización pasada.
Los niños se quedan dormidos escuchando la
voz profunda del león y sueñan…
Estamos en el año 3557-, la humanidad ha comprendido
que el mundo circula en el universo y sabe que la única forma de supervivencia
de la naturaleza es aquella donde el ser humano lleva una vida trashumante.
Hace más de mil años que deambulamos por el mundo, hemos encontrado finalmente
una manera de vivir que nos ha permitido ser felices. Todos los seres vivos
somos dueños del planeta y los humanos tenemos por norma cuidar de la tierra y
de todos sus habitantes, este sentimiento es inculcado desde la niñez, de
padres a hijos, de adultos a menores; en la educación de las nuevas
generaciones, en los grandes foros, en el trabajo práctico y comunitario que
realizan las poblaciones nómadas a su paso, en los grandes recorridos por el
mundo, en sus rituales periódicos, en las meditaciones silenciosas y en los
mantras que las multitudes elevan hacia el cosmos desde los templos construidos
sobre llanuras y montañas para rendir homenaje a la tierra, hacerlo extensivo
al sol y al espíritu del universo......
Anatolia piensa mientras trabaja
levantando los residuos carbonizados del bosque, siente que representa por unos
segundos a esa humanidad que había agonizado atormentada por sus batallas
internas, materializadas después en la gran conflagración, cree ver en esos
residuos lúgubres los rezagos funestos de acciones y reacciones generadas por
una conciencia bloqueada y en franco deterioro, enfermedad que sus ascendientes
no lograron ver a tiempo y que fue la causa de su destrucción. Por un instante
un destello doloroso nubla su mente pero como si esa mirada fugaz hacia atrás
le impulsara hacia el presente con más fuerza, se convence aún más de que la
estabilidad de la vida debe apoyarse en ese concepto de lo transitorio, la
conciencia del no apego a un pedazo de tierra o a un bien particular salvo los
elementos de uso personal o familiar como la casa rodante impulsada por energía
solar, que en casos de emergencia servía también para auxiliar a los otros. Lo demás
es patrimonio de todos para cuidarlo y respetarlo como un legado de la
naturaleza.
Anatolia abraza a Yúrac. Entre los arbustos
del bosque incendiado se desnudan y permanecen muy juntos, el uno dentro del
otro, inmóviles y concentrados en el punto de los sexos hasta la llegada del
clímax, una comunión entre ellos y con
la tierra sobre la cual están acostados bajo el cielo azul intenso.
-Hemos aprendido a amar la vida
errante, -dice Yurac, abriendo los brazos sobre el tierno pasto que empieza a
renacer, no podríamos concebir ahora el arraigo a un lugar, necesitamos cambiar
de paisaje constantemente y no sentimos nostalgia por los sitios que dejamos,
ésta es la libertad que soñaron nuestros antepasados durante siglos, y es la forma real de supervivencia. Anatolia lo mira
sonriente y se acuesta a su lado, miran el atardecer y una esfera luminosa pasa
y a manera de saludo intensifica su luz al cruzar lentamente el cielo.
-Ha llegado el momento -dice Yúrac a sus compañeros del Consejo
local-, no sólo los jóvenes sino
muchos adultos se resisten a comprender y aceptar esa amenaza pendiente. Habrá
que plantear nuevamente, como cada año en el gran foro universal que se realiza
en los templos cerca de las rocas, hasta lograr, algún día, encontrar la respuesta
y descubrir una fórmula que permita deshacerse del recuerdo terrible y de la
amenaza de un futuro despertar del monstruo.
Debemos además, terminar el trabajo junto con los jóvenes en la
reforestación del parque devastado por el incendio.
-Hemos comunicado a los niños y
jóvenes sobre lo que fue el pasado de nuestros pueblo -dijo Anatolia a su turno-, y sobre el siniestro monumento
construido hace mil años para sepultar bajo toneladas de cemento, la basura
radiactiva que quedó de la gran hecatombe de principios del milenio 2000.
Sabemos que en ella desaparecieron tres cuartas partes de la humanidad, y
también de ese siglo de vida subterránea en el que la adaptación fue penosa
para poder sobrevivir hasta que la naturaleza pusiera las cosas más o menos en
orden. También quiero hablarles sobre la necesidad de llamar a una campaña a
nivel de todas las confederaciones y del gobierno universal, para proponer un
estudio serio a nivel mundial con el objeto de eliminar esas moles que han
crecido con el paso del tiempo, debido a la cantidad de cemento que en cada
época se derrama para cubrir la amenaza. Son ahora montañas tan grandes que se
divisan desde el espacio y que en el presente no son sino cicatrices de
indignidad para los seres humanos. Para los niños es una pesadilla que aparece
muchas veces en sus sueños y los aterroriza. No sólo a los niños, ustedes
saben, nadie escapa al influjo de ese estigma que todavía nos empeñamos en
conservar.
-El enorme problema es, -contesta el delegado- no saber qué mismo hay en su interior
y qué proceso puede haber seguido internamente -añadió-, la inquietud que tiene usted ahora, la han tenido muchos
y la tendrán otros siempre. La respuesta a esa interrogante y para que se
cercioren de esa realidad y la miren de frente, la tienen ustedes a pocos
kilómetros de aquí, sobre todo si quieren la excursión a la ciudad. A diez
kilómetros de las ruinas se levanta una de las rocas, creo que ahora es el
momento de salir de la incertidumbre; quienes estén dispuestos, vayan y mírenla.
Como es costumbre, la ceremonia de cada semestre se realiza en la llanura que
está a un costado y en el templo, pueden proponer la discusión a la delegada de
turno para comunicar al Consejo Universal.
Anatolia y Yúrac preparan su excursión con
los jóvenes y guías, integrarán una caravana de diez casas rodantes que
llegará, pasando por los escombros prehistóricos, hasta la gran piedra. Allí
realizarán la entrevista con el conductor del área y podrán examinar la roca
directamente.
Llegado el día, Anatolia va con el grupo
de jóvenes y padres encomendados para ir a las ruinas. El vehículo sigue la columna de casas
rodantes sobre el camino de pedregullo que se abre interminable por la llanura
soleada, es un viaje largo que tomará una semana. A la sombra de los árboles o
a un costado del camino, a mediodía y en la noche hacen campamento para comer y
socializar con los demás integrantes de la caravana, algunos músicos dejan oir
sus instrumentos y Yúrac mira la casa rodante de Anatolia esperando verla salir
para reunirse con él.
Una mañana el corazón de Anatolia se
oprime a la vista de las gigantescas ruinas del pedazo de ciudad, son columnas
negruscas que levantan sus siluetas oscuras y sombrías contra el cielo
despejado. Al entrar en ese silencio lúgubre, la voz del guía principal se deja
escuchar por el altavoz: -ustedes pueden
ver los restos de construcciones de gran altura y lo que queda de las avenidas asfaltadas.
De la gran ciudad prácticamente desintegrada, deshecha bajo el fuego radiactivo
de las gigantescas bombas usadas en la guerra final, sólo quedan esas columnas
fatídicas y el calor insoportable debido a que el aire casi no puede correr ni
entrar por los costados. Es mejor salir de aquí, no hace falta recorrer más,
ustedes pueden ver desde este punto alto, todo el kilómetro cuadrado de ruinas
que conserva el museo. Salgamos al camino para llegar hasta la gran roca. El
templo se encuentra a veinte kilómetros de aquí y las ceremonias en la
explanada se realizan una vez cada seis meses, de modo que vamos a llegar justo
para asistir al ritual.
La montaña de cemento se eleva a un lado
del camino entre las ruinas y el templo, tiene unos tres mil metros de altura
por cinco kilómetros de diámetro, la forma cónica de las montañas se debe al
cemento que había sido vertido desde el aire incontables veces desde hace
cientos de años y en varios períodos posteriores durante ceremonias que
antiguamente se habían celebrado en el viejo templo. El color amarillo,
ligeramente tendiendo al naranja, emana el mismo calor asfixiante que sintieron en
la ciudad en ruinas, la vista de esa mole impresionante, camino al templo,
causa un sentimiento de temor y temblor en los observadores; al pasar junto a
ella muchos cierran los ojos y murmuran frases llenas de piedad por el antiguo
terror que debieron sentir las colectividades suicidas que antaño habitaron el
planeta
Diez kilómetros más allá se levanta el
templo, una construcción muy grande de estilo gótico, hecha en piedra y con
arcos que dan forma a la cubierta cuyos ventanales dejan pasar la luz de los
vitrales donde predominan los matices suaves. Una brisa leve recorre su
interior y la música, imperceptible casi, nace desde lo alto, otorgando a la
concurrencia un estado de tranquilidad interior que permite la meditación y la
comunicación espiritual de quienes se congregan. La conductora del área dirige
el ceremonial de meditación y después de mantener una reunión con los otros
coordinadores y representantes que vienen a participar del Consejo donde se
exponen y discuten los problemas, contesta y habla extensamente sobre los temas
de mayor preocupación y trata de dar una respuesta a las grandes interrogantes.
-Nadie
se ha atrevido ni creo que se atreva en el presente ni en el futuro- exclama la conductora del Consejo-, a romper esa coraza que puede desatar
no sabemos qué terrible catástrofe y pueda liberar todo aquel infierno que se
vivió hace más de mil años, u otro peor. De modo que nosotros podemos hacer
llegar su preocupación al Consejo Universal pero estoy segura que ellos no
querrán saber nada sobre encontrar la forma de desaparecerla. No por el
momento, las celebraciones y rituales que se realizan cada seis meses, las
peregrinaciones y discusiones durante el año en el área de la gran piedra,
logran de hecho que la presión interna ceda, ustedes saben que quienes han
sobrevolado por la noche sobre la atmósfera de la tierra, luego de las
reuniones del Consejo y de las ceremonias de meditación colectiva, nos
confirman que esa tonalidad rojiza de la piedra que a veces se intensifica,
vuelve a su color amarillo que es el normal y aleja cualquier peligro. Es
necesario que se mantenga este símbolo amenazante hasta encontrar una solución
verdadera, es un monumento a la desmemoria de los seres humanos, somos una especie
depredadora que difícilmente aprende de las experiencias anteriores, a menos
que haya algo como nuestra temida roca que esté perpetuamente instalada en el
presente, recordándonoslo...
……………………..
Cuento publicado en el libro El aldabón del sueño, Yvonne Zúñiga, Ed. Eskeletra 2005, y en Los seres invisibles, Yvonne Zúñiga, Edit. Casa de la Cultura Benjamín Carrión, 2016.