martes, 5 de enero de 2010

Iniciamos el 2010: que tengan un muy buen año CUENTO: EXHUMACION


Este texto ha sido tomado de mi libro "El aldabon del sueno".

EXHUMACIÓN

Voy y vengo, errante por los pasillos, me asomo bajo las plantas que penden de los arcos entre pilares de piedra. Abajo está el patio y su pileta rodeada de maceteros con flores, la percibo como antes la veía. Emerjo de los recovecos oscuros, de las habitaciones donde envejecen y mueren generaciones de monjes sofocados por los rezos, por el olor del incienso y de sus propios cuerpos herméticos. Recorro los mismos espacios donde viví otros tantos años, adivino mi antigua forma, presiento mi pelo entrecano y la barba espesa, el hábito que formó parte de la figura que fui, de ese cuerpo que alguna vez tuvo consistencia sólida y ocupó un espacio.
Hay veces que ellos vienen en fila repitiendo las letanías, los cánticos o los rezos. Me interpongo en su camino, me llegan sus oraciones por los que como yo están pagando alguna maldita obsesión que no pudieron realizar. Cómo trasmitirles esta circunstancia, este fragmento de vida que aún tolero y que me impide desaparecer de mí mismo. Ellos hablan del purgatorio e infierno pero no imaginan ni remotamente que uno pueda quedarse atrapado en esta prisión insensata.
Pervertí los caminos sustrayéndome a ciertos momentos de lo que llaman felicidad. Incapaz de sentir con los poros, con la médula de los huesos, viví muerto a esas sensaciones. Guardar objetos y enterrar sentimientos atroces me arrojaron a este absurdo. Una sola vez experimenté la exaltación del amor. Había levantado el cáliz durante el ritual de la misa, el fulgor de las velas se reflejaba en el oro del altar y la magia de unos ojos me atravesó como un estilete. Cuando dejé la capilla, ese ángel o demonio que había descubierto durante la ceremonia esperaba mi salida en compañía de otros jóvenes junto a la escalinata de piedra. Lo contemplé perplejo, debía tener dieciséis o diecisiete años: su pelo suave tenía el color del cobre y los ojos intensamente verdes poseían una expresión de malicia. Un extraño fuego apretó mi corazón, creando un sentimiento del que ya nunca pude liberarme. Al detenerme frente a él mis labios temblaron y no logré articular palabra, cuando les di la espalda y me alejaba escuché sus risas y me ruboricé humillado y confuso.
Tenía yo entonces, veintiocho años y asistía como sacerdote y guía espiritual en ese colegio de varones. Jamás había tenido antes una inquietud semejante, me avergonzaba y entristecía ese deseo extraño que me arrastraba en su remolino hacia un océano sin fondo. Después de cambiarme el atuendo de la ceremonia volví a la capilla vacía, mis piernas flaquearon al arrodillarme pero el olor del incienso me otorgó cierta calma. Junté las manos mirando hacia el altar mayor. Unas pocas velas lo habían sumido en la penumbra. Luego de orar me levanté y al girar para salir, una silueta delgada se acercaba por la nave principal. Cuando estuvo frente a mí su mirada me deslumbró como un relámpago. Una horda incontenible de sentimientos me invadió súbitamente el pecho y su fuerza centrífuga amenazó con devorarme. Casi al borde del pánico lo empujé con violencia y su cabeza golpeó secamente en la esquina de una de las bancas. Con horror contemplé su cuerpo sacudido por el espasmo y la sangre oscura que brotaba de su oído. Salí huyendo despavorido y me encerré en la celda, más tarde escuché con expresión helada, las murmuraciones sobre la extraña muerte del joven.
Sufrí el mayor de los tormentos, desde entonces flagelé mi cuerpo cada noche, hasta que el extravío se apoderó de mí. En un momento de lucidez, tomé un papel para escribir algo que supuse coherente, frases cortas como escritas en sueños. Después volví a hundirme en la locura, en esa ofuscación perdí aquellas palabras, las escondí en algún lugar que en vida nunca pude recordar. Ahora sé donde están, pero mi estado incorpóreo no me deja llegar hasta ellas para sacarlas de su entierro. Durante el tramo que me restó de vida fue una obsesión, encontrar el lacónico mensaje; lo buscaba en los rincones de mi celda, en los cuartos vecinos, sospechaba de todos y fastidiaba a los monjes, continué sin tregua en esa búsqueda inútil.
Volvieron las flagelaciones, las frases obscenas, la demencia. Por las noches, desde mi encierro gritaba hasta quedar exhausto, corrió entonces el rumor de los azotes y silicios que laceraban mi cuerpo, así como la posibilidad de una futura beatificación.
Envejecí, tratando en vano de recuperar el automensaje que habría de salvarme, agobiado por la limpieza y pulcritud del convento y de mis propios aposentos. A veces volteaba los cestos de papeles, cuando creía que nadie me veía, y pasaba largo rato revisando cada minúsculo papel, hasta que algún hermano me levantaba del piso regañándome. Nunca pude restablecer la comunicación con los demás hasta el día de mi muerte.
Ha pasado más de un siglo quizás, con la salida del sol me acerco al gran portón de entrada, llega la cuadrilla de trabajadores que restaura actualmente el convento, siento sus voces, el movimiento, el manejo de sus herramientas, su olor diferente al que desprenden los religiosos del monasterio. No me sobrevive el olfato, como tampoco los otros sentidos, al menos no como antes, es algo difícil de explicar; poseo una sensación que abarca todos los sentidos, todos los tiempos: un pasado, un presente y un futuro superpuestos. Subsisten los sentimientos en un nivel indescriptible, tengo percepciones positivas o negativas, acercándome a un parámetro matemático que nunca manejé bien en vida. No puedo decir que sufro o soy feliz, estoy fuera del tiempo humano, limitado en un espacio como un satélite en su órbita. Sé que en algún instante de este otro tiempo en el que giro, mi estado habrá de cambiar, cuando un humano desprevenido active sin saberlo, el mecanismo que me conducirá a otras dimensiones del espacio como un arroyo que se abre al océano.
Agustín, uno de los albañiles, se acomoda oscuro y silencioso contra la pared sobre un colchón de aserrín. Me complace ejercitar estas experiencias de conocimiento. Pasará la noche en mi compañía, llegado el momento, el viejo reloj marcará la hora.
Como todo fantasma, asumo la tarea con diligencia, atravieso la nave principal, me detengo bajo el haz de luz que proyecta la luna y débilmente se dibuja mi antigua forma al deslizarme hacia el rincón donde mi amigo duerme. Cuando estoy frente a él trato de formar una voz con su propio ronquido, llamándolo por su nombre. Abre los ojos y me mira asombrado. En mi afán por lograr comunicación permanezco inmóvil un momento pero su temor me obliga a desaparecer en el fondo del corredor, lugar donde yace bajo tierra, mi secreto olvidado.
Cuando las voces vuelven al amanecer, Agustín los espera acodado en el pasamano, mira pensativo y se pregunta si lo de la noche anterior había sido un sueño. Los trabajos continúan por algunos meses, finalmente tendré una nueva oportunidad para intentar otro contacto: mi amigo se quedará a dormir con un compañero en el convento. Por detrás de una nube surge la luna y su luz penetra por la ventana de la capilla. Los dos se han acomodado sobre los colchones en un rincón del corredor, su compañero, enterado de la experiencia de la otra noche lo mira y ríe, después se hunde en el sueño y aparezco por la puerta de la capilla. El ronquido del otro despierta a Agustín, me deslizo entonces hasta el fondo del corredor, ante la puerta de la biblioteca en restauración. Percibo la mirada atónita de los dos hombres sobre mi figura débilmente dibujada en el aire mientras me hundo en el subsuelo que oculta mis tesoros. Los dos testigos de mis andanzas nocturnas cuchichean entre ellos y un buen día, pico y pala en mano empiezan a excavar justo en el lugar donde yo había marcado. Paulatinamente fueron desapareciendo en la zanja hasta tocar con sus herramientas el objeto metálico, sus manos dan forma al pequeño baúl, retiran la última delgada capa de tierra y lo sacan sin mayor esfuerzo a la superficie. Con singular nitidez me llega el forcejeo de los metales y el abrir pesado de la cubierta del cofre, un torbellino de sensaciones brota desde esa boca abierta insondable. Empiezo a recuperar de un modo insólito la visión de otrora y el oído inexistente cuando el viejo reloj deja escuchar su tañido grave. De espaldas a mí, los obreros dan cuenta de lo que hay en el interior del hallazgo: un libro antiguo escrito en latín, unas pocas monedas sin valor y un crucifijo de plata. Hojean el libro y encuentran el papel amarillento doblado, que más tarde se convertirá en polvo. Agustín lo abre cuidadosamente y lee con dificultad: "Al fondo de este callejón interminable me espera un abrazo, percibo el amor y lo busco con mis dedos ciegos, única puerta cuyo recuerdo me librará a otros espacios". De pronto recobro mi antigua forma y una intensa fosforescencia emana de esta imagen que proyecto ahora y se extingue lentamente; una sensación de paz me lleva dormido a otras constelaciones.
Y.Z.