miércoles, 6 de enero de 2021

La Puerta. Narración

 

 

LA PUERTA

 

  

   Camas, lámparas y armarios esperaban ser vendidos entre otros objetos antiguos de la familia que ya desapareció. Las generaciones de abuelos y padres se perdieron en el pasado. Todas esas cosas y la gran cantidad de cuadros irían a parar en otras manos y en museos, su historia secreta dejó de pertenecernos. La cercanía del color en la paleta y no sólo eso sino también el olor de las pinturas, el movimiento del pincel y la magia de los cambios al juntar los colores y expandirlos sobre el lienzo para llenarlo de grises, rojos, blancos, azules grises, verdes grises. Toda esa actividad, la vida dinámica de  aquellas personas ha quedado atrás, invisible, ajena a todo lo que en adelante se pueda hacer con los objetos que les pertenecieron. Separé un poco la fila de cuadros que desde la infancia habían ido definiéndose ante mis ojos para mirarlos quizás por última vez. Cada uno de ellos tenía vida, sus habitantes pertenecían a ese mundo limitado por la extensión del lienzo pero que iba más allá, y eso precisamente era lo que podía intrigar a un observador al mirar el cuadro donde el hombre y el niño remaban en un mar irreal con gaviotas estáticas bajo un cielo gris azulado. Hacia dónde navegaban padre e hijo, unidas las manos sobre el remo, para darle más impulso a su pertinaz huida; escapaban de algún punto del planeta hacia un país imaginario, su mirada de refugiado se detenía en el horizonte incierto. Aunque los tonos eran crepusculares, no presagiaban tormenta. El niño interrogaba al padre y éste lo calmaba con su voz protectora:”Cuando salga la luna llegaremos a buen puerto, escucha la voz del mar: llegarán a buen puerto”,  el niño sentía el abrigo de sus palabras y cabalgaba con ellas encima de las olas como sobre el tiempo.

     Los antepasados parecían mirar desde las paredes que todavía nos daban abrigo y donde tal vez quedaban aún los ecos y las sombras de esas vidas. La ciudad y la existencia misma parecían más complejas, sentía la fugacidad del momento, quizás porque empezaba también a perderme al final del camino. ¿Qué podría encontrar más allá del recorrido de vida que me correspondía? El síntoma de esa meta cercana era el sentimiento de estar cargada de pasado, abrumada de vivencias fragmentadas por el tiempo. Creía, a veces, haber vivido demasiado, otras, me parecía tan corto y veloz el espacio de años transcurridos. A menudo me sobrevenía una sensación física del proceso de desgaste corporal, y la confirmación notoria de que el cuerpo no era indestructible como había creído en la juventud al pretender ignorar que con el paso del tiempo iría deteriorándome como una de tantas máquinas, como cualquier mueble o fotografía. El descubrimiento progresivo de la fragilidad de la piel y de los huesos, armazón destinado a desaparecer y en el que todos nos reconocemos cada día, se escurriría por donde vino hasta llegar al punto culminante donde comienzo y final volverían a fusionarse en ese paso hacia lo que sólo es posible imaginar pero sin duda ignoramos, la certeza de no saber nada sobre la otra cara de esta ruidosa vida.

   En la juventud más que en la niñez había perdido esa perspectiva, y pensaba que otros eran los que iban a irse y tal vez la muerte nunca me tocaría. Aquel temor escondido y vago en cada ser humano hace que muchos jóvenes detesten a los viejos por ser el espejo de su futuro.

   Seguí ordenando los cachivaches para venderlos. Un hombre de gorra amarilla se acercó y se puso a revisar los libros usados que yo había puesto en una caja de cartón. –Cuando era joven- dijo el hombre, hojeando las páginas -me bebía los libros, ahora poca gente lee, con la televisión, las películas y el internet uno se distrae mucho.

   -Creo que la tierra está girando más rápido -repetía la anciana apoyada en la puerta, contando los días que le restaban de vida, y el joven a su lado reía tapándose la boca.

   Sentada en la grada de piedra de la entrada donde me había puesto a vender libros y objetos usados, trataba de imaginar la vida de esos hombres, mujeres y niños que se detenían ante la puerta y hablaban de cualquier cosa. Esos rostros aparentemente fugaces permanecerían, se quedarían pegados a la memoria como algo que se añadiría a la vida; todos ellos entrarían a formar parte de la multitud de personas que se habían cruzado en mi camino aunque sea de un modo pasajero y que seguramente reaparecerán en algún sueño.

 (del libro "Vigilia", Yvonne Zúñiga, K-oz editorial, 2019) 

                         

 

 

 

 

 

 

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