viernes, 2 de abril de 2010

MIGRAÑA

Este cuento se lo dedico a todos los amigos/as que padecen migrañas.

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Había en ese rostro algo interno que no encuadraba bien, sus ojos negros miraban detrás de los lentes con una mezcla de ansiedad que podría también haberse interpretado como el hábito de alguien que miraba insistentemente con la enfermiza intención de que el otro se sintiera molesto. Era de mediana estatura, con una incipiente calvicie, el hombre tenía la piel pálida, amarillenta como la de un anémico, los labios casi blancos y medianamente gruesos insinuaban una sonrisa falsa que dirigía a ratos a la mujer que estaba a su lado abrazándolo.
El hombre me había visto en el tumulto, seguramente alcanzó a ver mi largo cuello y pugnaba por encontrar la continuación de éste entre los brazos que se cruzaban aferrados a los tubos del trolebús; poco antes yo lo había mirado rápidamente cuando él todavía no me descubría y tuve tiempo de colocarlo en el casillero correspondiente a la colección de máscaras que dejaron en mi memoria una sensación extraña y desagradable. No era feo pero esa forma de desdoblarse para mirar a uno y otro lado y volver luego sus ojos a la mujer que estaba a su lado y a las otras mujeres que salían, entraban y cruzaban a empellones, definitivamente era desagradable, me daba la sensación de estar ante ese tipo de persona cuya anemia debía invadir todos los actos de su vida. La mujer que le acompañaba era un bulto apretado a su lado, al enfocar su rostro escudriñé unos rasgos faciales que al comienzo no me decían nada, mi rechazo por el hombre no me permitía observarle a ella pero hice un esfuerzo y me fijé en unos ojos que no pedían más que el placer de estar aferrada a su hombre. Tanta mediocridad me aterraba, finalmente giré la cabeza y ya no quise mirarlos más.
Bajé en la siguiente estación y fui directamente a la oficina donde debía realizar el trámite para recobrar el uso normal del agua potable, en una ciudad donde se hacía cada vez más difícil tener luz, agua o teléfono.
Cuando llegué había una cola tan larga como para descorazonar a cualquiera. La impaciencia que uno reúne durante el día con tantos contratiempos, alimenta una neurosis ciudadana difícil de controlar y que al menor motivo estalla en insultos, agresión física o suicidio encubierto en un atropello accidental sobre las calles congestionadas de ésta tan mentada sanfranciscana ciudad.
Tales expresiones de desesperación no habían sido tomadas en cuenta por los administradores de las empresas que se arrellanaban en sus cómodos sillones y pensaban en el cebiche que se comieron el fin de semana o en el futuro cebiche que se comerían con el jefe del otro departamento, perdidos y a salvo en el bosque de oficinas y ventanillas que iba yo seguramente a recorrer como tantos otros, para recibir finalmente un "venga otro día con tales y tales papeluchos". Con esos y otros pensamientos y haciendo la cola en la vereda bajo un sol infernal, me vino inevitablemente una jaqueca de esas que me impedían ver, oír y me apartaban de la realidad como una droga alucinógena. Traté de cubrirme del sol y estoica o masoquistamente continué en la cola porque me faltaba poco para llegar a la codiciada ventanilla. Cuando terminaron las cinco personas que quedaban adelante, me asomé ante el empleado, justo cuando el drama final de la jaqueca se disolvía entre una bruma que antecedía a una visión más clara, una calma artificial y una sensación de nausea.
Cuando miré al hombre que atendía al público, era como si hubiera llegado al madero que me salvaría del naufragio y no me llamó la atención que aquel empleado fuese el pálido y anémico del trolebús. Todo aquel purgatorio había sido la antesala de ese encuentro, el hombre alzó la mirada como reconociéndome y al ver mi palidez preguntó si me sucedía algo. Traté de explicarle que estaba saliendo de una asquerosa migraña pero que sabía cómo manejarla. Sonrió amablemente y me atendió con diligencia, cuando volvió trayendo el sello que necesitaba para estamparlo en el papel, además de un vaso de agua y una tableta, me dijo que hace unos momentos mientras viajaba en el trole, él había tenido el mismo problema y que a veces cuando le daban esas migrañas, él se divertía viendo la mitad de la cara de la gente hasta que se disipaba y todo volvía a la normalidad.- Cargamos nuestra propia droga dijo riendo, pero eso sí, -añadió fraternalmente- le recomiendo, tómese esta pastilla porque puede venir después un fuerte dolor de cabeza-, le acepté emocionada el agua y el medicamento, me deshice en agradecimientos y luego vino la ceremonia de la despedida, pidiéndole mil disculpas en un secreto y sincero acto de contrición.

2 comentarios:

  1. mi querida Amiga....sabes que padezco de esta inutilizante enfermedad, que me deforma el estado anímico cuando se instala. gracias por haber prestado atención al tema, pues con tu preclaro texto, posibilitas a los lectores que no padecen de ésta, comprendernos un poquito o mucho. mi abrazo.

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