EL GERMEN DE LA VIOLENCIA
Vivimos en un mundo en perenne
conflicto, donde la justicia es vista desde lejos, solo para ser mencionada en
circunstancias críticas, o cuando al poder y gobierno en ejercicio de cualquier
país, le conviene manejar a su antojo las instituciones judiciales que
generalmente dependen de éste, por no ser la Ética y la Felicidad, el centro,
principio y fin de la organización colectiva.
La destrucción y el crimen fruto
de la demencia de los individuos, arroja a la humanidad al abismo de guerras y
masacres. La violencia y el miedo es el signo letal de nuestro tiempo, que si
lo contamos desde la memoria histórica, siempre ha significado un retorno a la
miseria, a la pobreza, a la locura de las sociedades que después del exterminio
que significan las guerras, pretenden reconstruirse o son rehechas de un modo
semejante a las anteriores etapas, asentándolas
sobre las mismas características nefastas, porque los gérmenes de la agresión:
codicia, alienación, fanatismo, jerarquías ciegas, injusticia, sumisión y
obsecuencia, no han desaparecido.
La Democracia es un
concepto interesante al interpretarlo como “el poder del pueblo”. Cuestión que
no se ha llegado a concretar realmente en ningún país. Al observar el
panorama global, continuamos aun nuestra busqueda obstinada, con la esperanza de que en algún punto luminoso de
este planeta en penumbra, exista una pequeña localidad, una minúscula sociedad
donde se practique la Ética y la Democracia. Por lo general, el mundo está gobernado
por líderes autoritarios que se sienten imprescindibles y a raja tabla quieren
construir sociedades copia de las otras que crecen en el cemento, y estos
jerarcas hacen lo imposible por imponer desde su “alta investidura” proyectos
autocráticos sin consultar a los demás, a quienes ellos consideran el rebaño
necesario dispuesto a seguirlos hasta las últimas consecuencias.
Son jerarquías que viven en
negación, bloqueadas por sus creencias y a la sombra de unas cuantas opiniones enajenadas
que alimentan sus egos. Incapaces de mirar el espíritu de las sociedades
humanas que nada tiene que ver con las religiones, es decir, aquella necesidad
de enriquecer el mundo interior que va más allá del cemento, la comida y el
entretenimiento. Vacío que no puede ser llenado por el consumismo y la
materialidad grosera, porque buceando en el alma humana adormilada del
presente, existe la necesidad de una búsqueda interior en cada individuo, para
conocerse a si mismo y relacionarse conscientemente con su entorno natural y
social.
Al encontrar su camino, el ser
humano tendrá la suficiente capacidad para dar sentido a su vida en una
actividad coherente y con la cual pueda identificarse, para que el trabajo no
signifique sufrimiento y pueda dar cabida a formas de expresión que permitan
exteriorizar esa vida interior. Cuando
el ser humanos no ha encontrado las vías de comunicación y de realización
espiritual en su contacto con el mundo exterior, toma el camino del
resentimiento y de la agresión, cuestiones que se proyectan en la violencia,
llámese, social, política, delincuencial. Todas aquellas expresiones de ira explotan
y surgen de un estado anómalo de los seres humanos frustrados, asfixiados por
la marginalidad no solo física sino emocional e intelectual, y con el
crecimiento de las ciudades y el desarrollo de la tecnología, tienden a
agudizarse en poblaciones urbanas y rurales, y buscan liberar esa condición en
forma vengativa por los caminos de la muerte y por la eliminación de los otros
y de sí mismos.
Si volvemos a la primera infancia
del ser humano donde se origina este mal, encontraremos su raíz en la educación
autoritaria, en las formas punitivas que las instituciones aplican para oprimir al individuo, para asfixiar la curiosidad natural, el juego, los primeros indicios de
exploración hacia el conocimiento del entorno y de sí mismo. En esa
primera etapa de vida, el infante mira con felicidad ese mundo al cual se asoma, para descubrir luego que la familia, las
religiones y demás instituciones, le exigirán pagar su cuota de sufrimiento y
le demostrarán que la felicidad en la vida no es gratuita y que con mucho
esfuerzo y sacrificio, dejando en el camino jirones de humanidad, podrá alcanzar al menos satisfacciones materiales esporadicas. En el plano espiritual la oferta de felicidad posiblemente la obtendra en el más allá según
las religiones y eso si logra cumplir con las leyes divinas, que en este caso están
involucradas con las imposiciones del poder terrenal para mantener la sumisión y la
carencia de libertad, junto a los ámbitos civiles y militares que gobernarán arbitrariamente
su corto o largo camino por este mundo.
El signo del futuro inmediato
tendria que ser el encuentro con la felicidad humana. Hacia ese horizonte deben
orientarse las nuevas sociedades, suprimiendo los obstáculos que signifiquen
sufrimiento y violencia física o psicol'ogica. La única vía sera la sanación de esa
profunda enfermedad que nos aqueja a las sociedades del presente, hay que empezar
a practicarla. .
Yvonne Zúñiga
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