miércoles, 21 de julio de 2010

El cuento...

Esta vez voy a poner un cuento de Clarice Lispector. Recuerdo que la primera vez que descubrí a esta escritora brasileña, fue al leer un texto suyo en la revista “Puro cuento” Una publicación argentina excelente, dedicada únicamente a este género literario, la revista ya no sale más en Buenos Aires desde hace muchos años, lamentablemente. Era una publicación de bajo costo que se vendía en los kioscos de diarios y hacía su difusión, cuando no tenían recursos, poniendo avisos en las carteleras de las estaciones de trenes o en las paradas de autobús, como en el caso de las revistas comic underground. Publicaciones como ésta podrían hacerse en cualquier parte, con bajo costo para ponerlas al alcance de todos, y de ese modo, hacer que la gente se acostumbre a leer ficción y otros temas literarios.

Existen contadas revistas literarias publicadas en nuestro medio, alguna de distribución gratuita, alguna otra de bajo costo y que podría estar al alcance de cualquier lector, pero no se las conoce mucho tal vez porque su distribución es reducida, otras más caras y supongo que tienen su cupo de lectores en cada número, y sobreviven como pueden. No es fácil, lo sé, sobre todo en un medio donde la mayor parte de la población no ha sido formada para interesarse por temas literarios, o por el Arte en general. Vivimos una realidad hecha para leer sobre fútbol, crónica roja y escándalos políticos o politiqueros, como quieran llamarlos. Y en el caso de los medios televisivos, habría que analizar uno a uno esos programas para ver cuál merecería la pena ver, y como dichos medios no quieren perder su raiting, -¿así se dice?- deben pensar que la gente no merece más que esos tristes y malos programas que ponen en la tele, para que pasen el rato entretenidos, distraídos, alienados, aturdidos, embrutecidos.

Sé que el lugar común cuando se habla de ciertos temas, es ser tachado de amargado o resentido. Pero no importa en realidad, hay que perder el miedo al “qué dirán” para ir más allá de lo tibio y superficial, y no quedarse en lo “bonito”, ligero, o new age. Todavía nos manejamos con bastantes prejuicios y por esa razón ponemos una muralla de calificativos para no profundizar en lo que somos, para no reconocernos, para no mirarnos en un espejo, en fin, para tapar la boca a los otros (hay muchas formas de censura). El Arte debe reflejar el espectro que ocultamos colectivamente y que en la realidad está omnipresente y disfrazado.
Según C.G.Jung…”la psique humana tiene la capacidad de producir imágenes arquetípicas inmemoriales, que lejos de desaparecer son heredadas por las generaciones sucesivas de hombres y mujeres. Estos arquetipos agrupados en el subconsciente colectivo, pueden aparecer en los sueños y en los mitos” Y del mismo modo pueden reaparecer en los argumentos, personajes, imágenes de las obras literarias: sean éstas, cuentos, novelas o poemas. La Literatura, en este caso, será siempre una suerte de palimpsesto a descifrar, y eso es lo que tiene de apasionante, el acto de leer, cuando tenemos en nuestras manos un buen cuento o una buena novela.
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Volviendo a Clarice Lispector. Es una narradora que se considera a sí misma hermética y oscura; ha sido comparada con Virginia Woolf y James Joyce por la técnica del flujo de conciencia que emplea en su escritura. Ella misma es un personaje lleno de enigmas, pues ha recibido diversas influencias culturales. Su escritura rompe con muchos de los esquemas de la escritura moderna española o portuguesa, según sus críticos.
Publicó diez novelas. Entre ellas: Cerca del corazón salvaje, 1944. La manzana en la oscuridad 1961, La ciudad sitiada 1949. La pasión según G.H. 1964. El libro de los placeres. Entre otras. Y dos libros de cuentos. Clarice Lispector nació en 1921 en Ukrania y murió en 1977 en Río de Janeiro.

El cuento que a continuación transcribo es, La cena, una pequeña obra maestra.

LA CENA
Por Clarice Lispector

Él entró tarde en el restaurante. Por cierto, hasta entonces se había ocupado de grandes negocios. Podría tener unos sesenta años, era alto, corpulento, de cabellos blancos, cejas espesas y manos potentes. En un dedo el anillo de su fuerza. Se sentó amplio y sólido.

Lo perdí de vista y mientras comía observé de nuevo a la mujer delgada, la del sombrero, ella reía con la boca llena y le brillaban los ojos oscuros.
En el momento en que yo llevaba el tenedor a la boca, lo miré. Ahí estaba, con los ojos cerrados masticando pan con vigor, mecánicamente, los dos puños cerrados sobre la mesa. Continué comiendo y mirando. El camarero disponía platos sobre el mantel, pero el viejo mantenía los ojos cerrados. A un gesto más vivo del camarero, él los abrió tan bruscamente que ese mismo movimiento se comunicó a las grandes manos y un tenedor cayó. El camarero susurró palabras amables, inclinándose para recogerlo; él no respondió. Porque, ahora despierto, sorpresivamente daba vueltas a la carne de un lado para otro, la examinaba con vehemencia, mostrando la punta de la lengua –palpaba el bistec con un costado del tenedor, casi lo olía, moviendo la boca de antemano. Y comenzaba a cortarlo con un movimiento inútilmente vigoroso de todo el cuerpo. En breve llevaba un trozo a cierta altura del rostro y, como si tuviera que cogerlo en el aire, lo cobró en un impulso de la cabeza. Miré mi plato. Cuando lo observé de nuevo, él estaba en plena gloria de la comida, masticando con la boca abierta, pasando la lengua por los dientes, con la mirada fija en la luz del techo. Yo iba a cortar la carne nuevamente, cuando lo vi detenerse por completo.
Y exactamente como si no soportara más -¿qué cosa?- cogió rápido la servilleta y se apretó las órbitas de los ojos con las dos manos peludas. Me detuve, en guardia. Su cuerpo respiraba con dificultad, crecía. Retira finalmente la servilleta de los ojos y observa atontado desde muy lejos. Respira abriendo y cerrando desmesuradamente los párpados, se limpia los ojos con cuidado y mastica lentamente el resto de comida que todavía tiene en la boca.
-Este no es el vino que pedí.
La voz que esperaba de él: voz sin posibles réplicas, por lo que yo veía que jamás se podría hacer algo por él, sin obedecerlo.
El camarero se alejó, cortés, con la botella en la mano.
Pero he ahí que el viejo se inmoviliza de nuevo como si tuviera el pecho contraído y enfermo. Su violento vigor se sacude preso. Él espera. Hasta que el hambre parece asaltarlo y comienza a masticar con apetito, las cejas fruncidas. Yo sí comencé a comer lentamente, un poco asqueado sin saber por qué, participando también no sabía de qué. De pronto se estremece, llevándose la servilleta a los ojos y apretándolos con una brutalidad que me extasía…
Abandono con cierta decisión el tenedor en el plato, con un ahogo insoportable en la garganta, furioso, lleno de sumisión. Pero el viejo se demora poco con la servilleta sobre los ojos. Esta vez, cuando la retira sin prisa, las pupilas están extremadamente dulces y cansadas, y antes de que él se las enjugara, vi. Vi la lágrima.
Me inclino sobre la carne, perdido. Cuando finalmente consigo encararlo desde el fondo de mi rostro pálido, veo que también él se ha inclinado con los codos apoyados sobre la mesa, la cabeza entre las manos. Realmente él ya no soportaba más. Las gruesas cejas estaban juntas. La comida debía haberse detenido un poco más debajo de la garganta bajo la dureza de la emoción, pues cuando él estuvo en condiciones de continuar hizo un terrible gesto de esfuerzo para engullir y se pasó la servilleta por la frente. Yo no podía más, la carne en mi plato estaba cruda y yo era quien no podía continuar más. Sin embargo él comía.
El camarero trajo la botella dentro de una vasija de hielo. Yo observaba todo, ya sin discriminar: la botella era otra, el camarero de chaqueta, la luz aureolaba la cabeza gruesa de Plutón que ahora se movía con curiosidad, goloso y atento. Por un momento el camarero me tapa la visión del viejo y apenas veo las alas negras de una chaqueta sobrevolando la mesa, vertía vino tinto en la copa y aguardaba con los ojos ardientes
-porque ahí estaba seguramente un señor de buenas propinas, uno de esos viejos que todavía están en el centro del mundo y de la fuerza-. El viejo engrandecido, tomó un trago, con seguridad, dejó la copa y consultó con amargura el sabor de la boca. Restregaba un labio con otro, restallaba la lengua con disgusto como si lo que era bueno fuera intolerable. Yo esperaba, el camarero esperaba, ambos nos inclinábamos en suspenso. Finalmente, él hizo una mueca de aprobación. El camarero curvó la cabeza reluciente con sometimiento y gratitud, salió inclinado, y yo respiré con alivio. Ahora él mezclaba la carne y los tragos de vino en la boca, y los dientes postizos masticaban pesadamente mientras yo espiaba en vano. Nada más sucedía. El restaurante parecía centellear con doble fuerza bajo el titilar de los cristales y cubiertos; en la dura corona brillante de la sala, los murmullos crecían y se apaciguaban en una dulce ola, la mujer del sombrero grande sonreía con los ojos entrecerrados, tan delgada y hermosa, el camarero servía con lentitud el vino en el vaso. Pero ese momento él hizo un gesto.
Con la mano pesada y peluda, en cuya palma las líneas se clavaban con fatalismo, hizo el gesto de un pensamiento.
Dijo con mímica lo más que pudo, y yo, yo sin comprender. Y como si no soportara más, dejó el tenedor en el plato. Esta vez fuiste bien agarrado, viejo. Quedó respirando, agotado, ruidoso. Mis ojos arden y la claridad es alta, persistente. Estoy prisionero del éxtasis, palpitante de náusea. Todo me parece grande y peligroso. La mujer delgada, cada vez más bella, se estremece seria entre las luces.
Él ha terminado. Su rostro se vacía de expresión. Cierra los ojos, distiende los maxilares, trato de aprovechar ese momento en que él ya no posee su propio rostro, para finalmente ver. Pero es inútil. La gran forma que veo es desconocida, majestuosa, cruel y ciega. Lo que yo quiero mirar directamente, por la fuerza extraordinaria del anciano en ese momento no existe. Él no quiere.
Llega el postre, una crema fundida, y yo me sorprendo por la decadencia de la elección. El come lentamente, toma una cucharada y observa correr el líquido pastoso. Lo toma todo, sin embargo hace una mueca y, agrandado, alimentado, aleja el plato. Entonces ya sin hambre, el gran caballo apoya la cabeza en la mano. La primera señal más clara, aparece. El viejo devorador de criaturas piensa en sus profundidades. Pálido, lo veo llevarse la servilleta a la boca. Imagino escuchar un sollozo.
Ambos permanecen en silencio en el centro del salón. Quizás él hubiera comido demasiado deprisa. ¡Porque, a pesar de todo, no perdiste el hambre, eh! Lo instigaba yo con ironía, cólera y agotamiento. Pero él se desmoronaba a ojos vista. Ahora los rasgos parecían caídos y dementes, él balanceaba la cabeza de un lado para otro, sin contenerse más, con la boca apretada, los ojos cerrados, balanceándose, el patriarca estaba llorando por dentro. La ira me asfixiaba. Lo vi ponerse los anteojos y envejecer muchos años. Mientras contaba el cambio, hacía sonar los dientes, proyectando el mentón hacia delante, entregándose un instante a la dulzura de la vejez. Yo mismo, tan atento había estado a él que no lo había visto sacar el dinero para pagar, ni examinar la cuenta, y no había notado el regreso del camarero con el cambio.
Por fin se quitó los anteojos, castañeteó los dientes, se enjugó los ojos haciendo muecas inútiles y penosas. Pasó las manos por los cabellos blancos alisándolos con fuerza. Se levantó asegurándose al borde de la mesa con las manos vigorosas. Y he aquí que, después de liberado de un apoyo, él parecía más débil, aunque todavía era enorme y todavía capaz de apuñalar a cualquiera de nosotros. Sin que yo pudiera hacer nada, se puso el sombrero acariciando la corbata en el espejo. Cruzó el ángulo luminoso del salón, desapareció.
Pero yo todavía soy un hombre.
Cuando me traicionaron o me asesinaron, cuando alguien se fue para siempre, cuando perdí lo mejor que me quedaba, o cuando supe que iba a morir. –Yo no como. No soy todavía esa potencia, esta construcción, esta ruina. Empujo el plato, rechazo la carne y su sangre.
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